Luis Echeverría ha cumplido 100 años: las caras feas del populismo

Luis Echeverría fue un hombre cegado por el narcisismo, engreído, déspota, prepotente. Se vio como el salvador de México, el mesías que el país estaba esperando para que llegara la justicia y la dignidad.

18 de enero, 2022

Luis Echeverría Álvarez ha cumplido 100 años de edad. Nació el 17 de enero de 1922 y gobernó el país de 1970 a 1976. Su administración pretendió ser un giró a la izquierda, un gobierno verdaderamente revolucionario y progresista. Tras la muerte de Lázaro Cárdenas en 1970, Echeverría se vio y se asumió como el nuevo líder moral de México y como la reencarnación de la Revolución.

A pesar de que a su gobierno no pueden escatimársele ciertos logros, se puede decir que el balance general de su administración fue negativo –algunos dirían desastroso– y que entre él y su sucesor, José López Portillo, el populismo presentó su más fea cara y cobró una factura muy onerosa a todos los mexicanos, particularmente a los más pobres.

Echeverría fue un hombre ambicioso. Jugaba desde niño con su hermano Rodolfo a que era presidente. Estudió Derecho en la Escuela Nacional de Jurisprudencia –lo que después sería la Facultad de Derecho de la UNAM– e inició una meteórica carrera a los 24 años que lo llevó de ser el secretario particular de Rodolfo Sánchez Taboada, presidente nacional del PRI, a la presidencia de la república.

Pero también fue un hombre sanguinario. Fue el principal operador de la represión y matanza de estudiantes en Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, siendo secretario de gobernación, y también ordenó la masacre de Corpus Christi, el llamado “Halconazo”, el 10 de junio de 1971, ya como presidente. Durante su sexenio la guerra sucia y la represión gubernamental llegaron a sus puntos más sangrientos.

Luis Echeverría fue un hombre cegado por el narcisismo, engreído, déspota, prepotente. Se vio como el salvador de México, el mesías que el país estaba esperando para que llegara la justicia y la dignidad: un nuevo Juárez, pero mejor; un nuevo Cárdenas, pero mejor. Se sentía poseedor de una “superioridad moral” que lo “facultaba” a criticar a todos y a todo. Workohólico en grado superlativo, consideraba una vergüenza que sus funcionarios durmieran más de seis horas, así que desde las 5am ya estaba en actividad y no paraba, ni siquiera en fin de semana, porque siempre estaba de gira. Era difícil seguirle el paso y con ello pretendía mostrar también una supuesta “superioridad física”.

Y sí, debemos admitir que cuando llegó al poder su diagnóstico del país no era del todo equivocado. México experimentó durante la década de 1960 un crecimiento impresionante, a tal grado que se hablaba en el mundo del “milagro mexicano”. Es lo que hoy conocemos como el “Desarrollo Estabilizador”. Para darnos una idea de esta bonanza, en 1964 nuestro PIB creció casi 11%. Desde luego esto benefició a millones de mexicanos. Las clases medias gozaron de un poder adquisitivo que les permitía acceder a bienes y servicios que hoy son impensables, y que también antes fueron impensables. Pero mientras todo esto sucedía, el campo se rezagaba. Hubo un éxodo de mexicanos que, ante el fracaso de la reforma agraria y la repartición de tierras prometidos por la revolución, emigraron a las ciudades en condiciones de extrema pobreza. Esa pauperización fue particularmente notable en la Ciudad de México y los municipios conurbados con el Estado de México. Las clases ricas nunca pierden, así que durante el “Desarrollo Estabilizador” se hicieron más ricas; las clases medias alcanzaron un nivel de bienestar que no volverían a alcanzar nunca; pero los más pobres siguieron más pobres, más marginados y más olvidados. Por eso Luis Echeverría se propuso romper con el pasado y gobernar para ellos. Pero no lo logró. Al final de su sexenio, la pobreza fue mucho más aguda en todo el país que como él la había recibido.

Muchos acusan a Echevarría de ser traidor e hipócrita. Mostró siempre una actitud servil ante el presidente Díaz Ordaz: siempre obediente, leal, eficiente, pero en cuanto llegó a la presidencia todo cambió. Ese funcionario eficaz y discreto se convirtió en un merolico predicador que prometía la solución a todos los problemas de México. Días Ordaz lamentó profundamente su equivocación al designarlo candidato a la presidencia, y cuando acabó el sexenio, dijo: “ahora podemos respirar tranquilos”; y mire que lo dijo Díaz Ordaz, que también era engreído y brutal.

Echeverría resultó ser un hombre conflictivo. Su sexenio se caracterizó por la confrontación. Se peleó con todo mundo: los estadounidenses, los españoles, los empresarios, los intelectuales, la iglesia, los medios, los sindicatos, las centrales obreras, la comunidad judía. Al ver que los resultados de sus acciones de gobierno no solo eran limitados, sino incluso contraproducentes, adoptó un discurso de confrontación para culpar a los demás. Veía en todos lados “conspiraciones” para desestabilizar al país y culpaba de ellas a los “fascistas”, a los “emisarios del pasado”, a los “enemigos de México”, “vende-patrias” y “agentes del imperio”. Llegó prometiendo apertura democrática, pero conforme avanzó el sexenio su autoritarismo fue más evidente y se agudizó a grados demenciales, al punto de que consideró la crítica como una traición.“La única crítica que se acepta es la autocrítica”, decía. Por eso cuando el secretario de hacienda, Hugo B. Margáin, se atrevió a decir :“la deuda interna y la deuda externa tienen un límite, y ya llegamos al límite”, Echeverría lo destituyó y puso en su lugar a un amigo de juventud, que también resultaría nefasto: José López Portillo.

Para Echeverría, los medios críticos eran aparatos al servicio de intereses antinacionales. El Excélsior era uno de los pocos periódicos que seguía ejerciendo la crítica, y por eso Echeverría decidió aplastar a su director, Julio Scherer. Orquestó toda una maniobra para que Scherer fuera destituido. A Daniel Cosío Villegas también lo aplastó. Cosío Villegas, que gozaba de gran prestigio, tanto en México como en el extranjero, no se dejó intimidar por Echeverría. Cuando vino Salvador Allende, presidente de Chile, a México, Cosío Villegas escribió: “el presidente mexicano, más que anfitrión, parecía director de relaciones públicas y agente publicitario del presidente chileno.” También se refirió en repetidas ocasiones a la “diarrea verbal” que, al parecer, padecía Echeverría: “No sólo se tiene la impresión –escribe Cosío Villegas– de que hablar es para Echeverría una verdadera necesidad fisiológica, sino de que está convencido de que dice cada vez cosas nuevas, en realidad verdaderas revelaciones. Es más, llega uno a imaginarlo desfallecido cuando se encuentra solo, vivo y aún exaltado, en cuanto tiene por delante un auditorio.” Cosío Villegas criticó el narcisismo y la estupidez presidencial y eso le valió ser uno de los enemigos favoritos del régimen. A intelectuales afines, como Carlos Fuentes (quien dijo: “Echeverría o el fascismo”, muy en el estilo de “socialismo o muerte”) o Ricardo Garibay (quien recibía dinero por órdenes del presidente), todo; a los intelectuales críticos, persecución y difamación. Scherer y Cosío Villegas son dos casos que muestran la prepotencia de Echeverría, pero la represión contra todos los medios críticos fue brutal, y con cada año que pasaba del sexenio se hizo más aguda.

En el colmo de la vanagloria, Echeverría se creía un líder mundial de grandísimas dimensiones. Se obsesionó con su discurso del Tercer Mundo y fue a la ONU a denunciar la injusticia de los países ricos y a proponer un “genial” plan para que todo en la tierra fuera paz y felicidad. Según él, su “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados” sería la panacea y establecería un nuevo orden mundial que permitiría el desarrollo de los países del Tercer Mundo. La verdad es que fue el hazmerreír, pues era evidente que su plan global para llevar prosperidad ni siquiera funcionaba en su propio país. Al terminar su sexenio pensó que la ONU iría corriendo a su casa para pedirle que la dirigiera, y se vio como una especie de presidente mundial. Creyó que el mundo y México le debían mucho, buscó el Nobel de la Paz –por supuesto, no lo consiguió– y quiso controlar a López Portillo, a quien no le quedó otro remedio que enviarlo como embajador lo más lejos que pudo: a Australia.

Luis Echeverría reinó en México a sus anchas. Y digo “reinó” con toda consciencia, pues “reinar” es lo que hacen por seis años los infames presidentes de este país. Lo he dicho muchas veces: el principal problema de México es su sistema presidencial, que ha engendrado verdaderos monstruos. Mientras tal engendro subsista, este país está condenado al fracaso.

 

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