En toda situación violenta sufren más quienes tienen menos posibilidades de valerse por sí mismos, los que más dependen de la buena voluntad de los demás. A veces sobreviven los más fuertes, casi siempre los más hábiles, pero siempre la carga del sufrimiento se encona con los niños.
En situaciones críticas, los infantes carecen de fuerza suficiente para defenderse, para vender su potencial violento y se ven obligados a comerciar con sus cuerpos y a realizar las tareas más infames. En torno a la escalada de violencia en México quedaron huérfanos en Michoacán 7000 niños, solo en ese estado; en Chihuahua 8500 y la cifra se vuelve macabra y espeluznante cuando alcanza, según algunas fuentes, los 50 000 en las versiones más conservadoras. Si sumamos a la que se originó con aquel macabro invento que alguien llamó “la guerra”, el acumulado en las dos últimas décadas puede alcanzar 1 millón.
Pero parece que los niños son buenos: en la esfera pública, para animar las giras de los funcionarios, agitar banderitas cuando pasa un visitante distinguido, pero que no son capaces de despertar en nadie más allá de una ternura mediática, una rabia descafeinada y una comparación momentánea; porque ellos no votan, no se manifiestan ni cierran calles, no queman oficinas públicas disfrazados de nuevos anarquistas ni pueden grabar lucidores videos que provoquen escándalos. Los niños no son indignados, es que, más bien su dignidad nos tiene sin cuidado.
Actualmente en todo México hay aproximadamente 30 000 niños internos en algún tipo de institución; las proyecciones más conservadoras estiman que al final de esta década alcanzarán los 50 000. Lo más grave es la enormidad de la zona de penumbra, el uso terrible de aquel “aproximadamente” que nos demuestra que nadie en nuestro país puede decirnos con certeza cuántos niños en situación de alguna modalidad de internamiento hay en México, dónde están y cuáles son sus expectativas de futuro.
Insisto, como los niños no son una fuerza política temible y en cambio, sí son mercancía barata, nadie se ha interesado en unificar los criterios para su adopción; establecer una reglamentación uniforme para casas de cuna, casas hogar, hogares de acogida, albergues y refugios. Ante la perversa inactividad de quienes deberían asumir esa responsabilidad, seguimos operando con los criterios decimonónicos de la caridad y de la piedad, como si se tratara de una “labor social” y la “buena obra” del día y no de las mínimas garantías, del derecho de todos los niños de vivir en una familia que cuide de ellos, los alimente y los proteja.
De entre aquellas víctimas del silencio, solo unos cuantos son susceptibles de adopción; desde luego tampoco tenemos cifras precisas. Esa minoría se encuentra sometida a una fórmula perversa en la que no tienen ninguna defensa y de la que, sin embargo, depende todo su futuro y su sobrevivencia.
Primero, la soberbia de las autoridades se manifiesta en la actitud de quienes tienen a su cargo la atención de los ciudadanos candidatos a adoptar; su tarea no es alentar o estimular a quienes inician un posible proceso de adopción, al contrario, la idea es asustar y ahuyentar de cuentas maneras posibles como si sobraran candidatos, pues a fin de cuentas, para cualquier hombre del poder no hay mejor moneda en el intercambio de favores que un niño para quien no puede concebir un hijo. Soberbia que se manifiesta en una regulación absurda que establece un triple proceso -penal, civil y administrativo- para lograr la adopción; soberbia que se manifiesta en la falta de vigilancia y sanción; así, periódicamente nos sacuden atrocidades como el hallazgo de un bebé muerto en el basurero de un penal que, luego del escándalo y de los golpes de pecho, no sucede nada; soberbia, al fin, que se manifiesta en la necedad de no ver y no hacer, después de todo, en una sociedad hipócrita y temerosa de su fantasmas, resulta electoralmente más redituable evitar que la gente se burle de un chimpancé en el circo que actuar contra el abuso de cientos de niños en tantos centros libres de la más mínima vigilancia. Por ejemplo, solo en tres estados de la federación, la ley ha abolido la adopción revocable.
Segundo, el miedo de los solicitantes de adopción; querer adoptar deviene en un auténtico desafío, siempre sometidos a la amenaza abierta o velada, de no recibir al hijo que los solicitantes ya han concebido en su mente y en su corazón. El posible adoptante entra en un ámbito de opacidad completa, en el cual teme no obedecer al pie de la letra las instrucciones -entre los que pueden incluirse dádivas, pagos o regalos- y aún peor teme quejarse o manifestar su desacuerdo respecto de la más mínima futilidad pues su esperanza está secuestrada en una mañana burocrática en la que carece de cualquier derecho.
Así las cosas, al final del día, qué importa, son cosas de niños en un mundo de adultos.
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