Es legítimo reinterpretar las culturas ancestrales pero siempre tras un estudio profundo de sus rituales y símbolos y cuidándonos de ideologías sin fundamento y gurús “vendehúmos” que disfrazan la estafa de mística ancestral.
El reto consiste en trascender la racionalidad exacerbada a partir de crear nuevos símbolos y rituales que doten nuestra realidad de nuevos significados.
Antes de continuar con la construcción de Yo Total, merece la pena diferenciar dos corrientes interiores: una que conduce a trascender las capacidades racionales y otra que, ante la imposibilidad de conseguirlo, tiende a lo regresivo confundiéndolo con lo evolutivo.
Partamos de la base de que hay una intuición más o menos generalizada y correcta de que no todos los conflictos y desafíos humanos son susceptibles de resolverse con el mero pensamiento y que la exacerbación de la racionalidad ahonda la desconexión con nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestros sentimientos; sin embargo, la solución está en trascender al pensamiento y no en asumir conductas pre-racionales.
No sorprendo a nadie si afirmo que estamos sumergidos en una cultura del éxito, del logro, de anteponer el estatus, las posiciones de prestigio y los bienes materiales a los impulsos y las necesidades del ser. Para un segmento cada vez mayor, lo correcto es renunciar a la expresión de las emociones, de los sentimientos y de las sensaciones más sutiles en aras de privilegiar la racionalidad y las acciones objetivas; mientras que otro segmento, con el propósito de ponerle remedio a esa desconexión, no busca “trascender” la racionalidad exacerbada sino renunciar a ella para guarecerse en una corporalidad y emocionalidad primitiva.
Por un lado empezamos a comprender que el pensamiento no alcanza para resolverlo todo –la sensación, por ejemplo, de que los humanos somos tan sólo una especie más en la biósfera y que tenemos la responsabilidad de modificar nuestra relación con el planeta en aras de mantener los equilibrios globales de la naturaleza es contraintuitiva y de ningún modo producto del razonamiento cartesiano, pero eso no la convierte en falsa–. Por otra parte percibimos como problemático el hecho de que, en efecto, estamos disociados del cuerpo, de las emociones, de los sensaciones y demás aspectos no mentales. Entonces “la solución” más simple consiste en dejar de lado la mente –que es uno de los grandes saltos evolutivos humanos– para “regresar” al cuerpo, a la emoción, a las sensaciones puras, rechazando lo que nos dice el pensamiento, como si, paradójicamente, convirtiéramos el pensamiento en un factor externo del que hay que separarse.
Esta dinámica es, en primera instancia, un autoengaño porque la mente ni se va a ningún lado, ni deja de interpretar, es sólo que ahora interpreta desde los códigos que considera más cercanos al cuerpo y la emoción, poniendo como valor superior la libre expresión de las emociones, del instinto y de lo que “el cuerpo pida”, renunciando a la reflexión y a la represión saludable de los impulsos que imposibilitan la convivencia saludable, la empatía y el respeto hacia el otro.
Como consecuencia de este movimiento de supuesta reconexión con la Gaia, con la naturaleza, con el “espíritu de las cosas” o cualquier otro eufemismo que, presentado superficialmente, resulte atractivo y dé la sensación de profundidad y misticismo, aparecen infinidad de ideologías sin sustento y legiones de gurús improvisados –cuyas credenciales son cursos y “certificaciones” que muchas veces obtuvieron en apenas una horas–, prometiendo el Nirvana sin esfuerzo.
Estos supuestos mentores espirituales se apoyan en los genuinos y legítimos impulsos que buscan la trascendencia para, en el mejor de los casos, vender humo y en el peor, cometer estafas y abusos, que más allá del quebranto económico, muchas veces causan auténtica devastación en los incautos que caen en ellos.
Amparados en supuestas terapias corporales, emocionales, sensoriales y esotéricas de todo tipo o directamente ofreciendo el suministro de sustancias psicotrópicas, por medio rituales improvisados y fuera de contexto, prometen trascender el pensamiento a través de una apertura de consciencia inmediata, capaz de igualar, en apenas una sesión, los resultados obtenidos por los monje tibetanos luego de décadas de trabajo interior o reproducir las experiencias de aquellos chamanes de la antigüedad, a quienes usan de gancho comercial para sustentar sus “terapias”. Por eso no es casual que todos estos “productos de sanación” siempre lleven la etiqueta de “ancestrales”, aun sin demostrar con el mínimo rigor de qué tribu, en qué contexto surgió y qué sucedió con ellos ni cómo funciona en la complejidad de nuestro ser –donde cualquier cambio mayor afecta al resto de nuestras configuraciones interiores– ni qué estudios los avalan.
A partir de narrativas simplonas y regresivas, donde los insensibles y estúpidos modernos hemos olvidado quiénes somos, y que sólo a través de retrotraernos al pasado, como si el mero hecho de que algo sea antiguo, eso por sí mismo lo convierta en beneficioso, valioso y digno de rescatarse del pasado, nos dará la oportunidad de redescubrir nuestro auténtico ser y trascender los inconvenientes de una civilización que todo lo destruye.
Es paradójico que tratemos de trascender el pensamiento no llevándolo hasta el límite para superarlo, sino renunciando a cualquier reflexión racional, seria, rigurosa y sin prejuicios cientificistas acerca de los fundamentos de cada uno de estos ritos, rituales y conductas rescatados de supuestos pueblos del pasado poco o nada documentados.
Para eso justamente sirve la razón: para protegernos de lo “irracional”, mientras que trascender la razón implica, no lo pre-racional, sino lo trans-racional1.
No hay nada malo en reinterpretar las culturas ancestrales y tomar fragmentos que continúen siendo valiosos para la visión de hoy, pero lo deseable es que se haga como consecuencia de un estudio profundo de sus rituales y símbolos, así como de una exploración seria de las sustancias psicotrópicas utilizadas con el propósito de expandir la percepción, así como las implicaciones y motivaciones que los movían, buscando nuevas aplicaciones de las mismas; lo que no parece muy razonable es entregarnos a un sincretismo acrítico, irresponsable y descontextualizado, que tome elementos de aquí y de allá sin un propósito claro, sin entender los contextos en que éstas se llevaban a cabo y sin que se trate de nada más allá de un “turismo espiritual” que no busca otra cosa que la acumulación hueca de nuevas y más emocionantes experiencias.
En este contexto, no es casual la cantidad de estafas económicas y escándalos sexuales relacionados con supuestos gurús que, unos ingenuamente como consecuencia de una ignorancia profunda y muchos otros a propósito y con enorme malicia –y muchas veces con perversidad criminal– confunden, abusando de la necesidad de trascendencia de sus “clientas” y “clientes”, lo prepersonal (los modos de ser humanos previos a que la mente se convirtiera en la herramienta dominante de la evolución: instintos, sensaciones, impulsos, pulsiones, etc.) con lo transpersonal (aquellas prácticas donde se pretende dejar atrás la construcción egoica de un Yo enfermizo producido por la exacerbación de la modernidad y que son difíciles de reconocer porque aun no son demasiado frecuentes).
Aunque en primera instancia suene chocante, hoy poseemos el conocimiento y las capacidades cognitivas y racionales para trascender el ritual en su comprensión antigua. Por más que queramos, el sentido literal de la mayor parte de ellos no puede ser reproducido simplemente porque sabemos cosas del planeta y de cosmos que antes no y por eso se comprende y se admira que esas culturas ancestrales atribuyeran significados distintos a las cosas, pero sin que hoy tenga sentido forzarnos a atribuir los mismos significados que sabemos superados. Un volcán, un hecho astronómico, una reacción química o un mineral convertido en collar no cabe ser entendidos en el mismo sentido que lo hacían ellos, no porque estuvieran equivocados por interpretar el mundo que habitaban desde el máximo de su sensibilidad, capacidades y talentos, sino porque una buena parte de sus fundamentos hoy las sabemos superadas por más que nos atraiga romantizarlas, rescatando sentidos que para nuestra realidad, resultarían superados y obsoletos.
El reto consiste justamente en lo opuesto: a partir de trascender nuestra racionalidad, crear nuevos símbolos y rituales que doten nuestra realidad de nuevos significados. Por ejemplo, tras hacernos conscientes de nuestra responsabilidad en el cambio climático y la extinción de especies y ecosistemas, los rituales y símbolos de la antigüedad, muy lejos de semejante escenario, resultarían insuficientes para retratar el nuevo compromiso que el humano debe asumir para con la biósfera terrestre y que implica nuevas metodologías y hábitos que nos permitan descubrirnos y ampliar nuestra comprensión de nosotros mismos de tal modo que le demos al planeta y al resto de las especies el lugar que efectivamente tienen y nos permitan alcanzar cada vez una mayor consciencia y plenitud. Esta actitud va mucho más allá que colgarse un cuarzo y comerse un hongo alucinógeno, rodeado de percusiones y música “mística”, danzando alrededor de una gran fogata.
No hay duda que una actitud racional saludable consiste en preguntarnos si esas experiencias que nos ofrece la “mística de fin de semana” nos llevan a un nuevo nivel de evolución o, por más que tengan una bella apariencia quimérica, nos regresan a comprensiones arcaizantes que, lejos de trascender la mente, nos exigen desterrarla a partir de prescribirnos un incondicional abandono a nuestros impulsos e instintos.
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1 Ken Wilber tiene infinidad de textos donde aborda este problema, y que él llama “falacia pre-trans”.
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