Para Miguel de Unamuno la importancia de la fe no radica tanto en el hecho de que aquello en que se cree sea verdadero como en el acto mismo de creerlo. Eso nos cuenta en su espléndido relato San Miguel Bueno, mártir.
La historia me pareció fascinante. Don Miguel, el sacerdote de Valverde de Lucerna, una pequeña comunidad rural ficticia de la España de pre-guerra civil ha perdido la fe.
De alguna manera, luego de décadas de un apostolado ejemplar entre la gente de la comunidad, donde es querido, admirado y respetado por todos, ha dejado de creer en la resurrección de la carne y la vida eterna.
Hasta aquí no parece haber nada extraordinario, más allá de la crisis de fe, que se resolvería pidiendo un cambio de sacerdote para la comunidad y él, abandonar la carrera eclesiástica de manera discreta para dedicarse a otros asuntos.
Pero don Miguel no puede abandonar a su suerte a la comunidad, a la que lleva tanto tiempo entregado y que conoce de manera tan profunda, así que decide pasar el resto de su vida «fingiendo» su fe con tal de continuar su misión pastoral.
Lo paradójico aquí es que don Miguel no es ningún cínico. Vive realmente atormentado por la mentira en que se sabe envuelto pero su amor hacia la gente es tan grande que está dispuesto a sacrificarse defendiendo ideas en las que no cree y convicciones que no tiene. Sin embargo, necesita confesarlo, descargarse en alguien, pero ese «alguien» no puede ser la gente y escoge a Lazaro, un joven un tanto agnóstico que no sabe en qué creer. Lázaro, una vez que le es revelado el fingimiento le exige a don Miguel decir la verdad:
«¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella». «Y ¿por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?», le dije. Y él: «Porque si no me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás” (1).
Don Miguel (tanto Bueno como Unamuno) abandona la teología católica para fundar una especie de proto-teología de la liberación, donde lo que importa, más que los dogmas son las obras, donde lo que se impone es la vida, al grado que afirma “No hay más vida eterna que ésta…, que la sueñen eterna…, eterna de unos pocos años…” (2). Porque antes ya hizo énfasis en que “hay que vivir” (3).
Don Miguel, el sacerdote, tiene muy clara su misión ahora que, por un lado ha dejado de creer, pero por el otro dirige un pueblo que vive su fe de manera honda:
“Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacerlos felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarlos. Lo que aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerlos vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho. ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque en consuelo que les doy no sea el mío»”(4).
De manera paradójica, al anunciar que no cree pero que aun así se entrega a su misión, el padre Miguel Bueno consigue la conversión genuina de Lázaro, quien desde el principio está reacio a la Iglesia y sus dictados pero que entiende que Dios tiene sus métodos para manifestarse. Es innegable que don Miguel tenía fe, no en resurrección o la vida eterna pero, con o sin la participación divina, sí que la tenía en el compromiso y la entrega para el bien –o lo que él consideraba el bien– de los demás.
Es mucho lo que podría decirse de esta brevísima obra de Unamuno, que no llega ni a las 100 páginas, porque son muchos los temas capitales que trata. Quizá el centro de todo es buscar sentido a la existencia, encontrar razones para estar en el mundo y participar de él, aun sabiendo que habremos de morir sin la certeza de que exista algo más.
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(1) Unamuno, Migue de, San Manuel Bueno, mártir, 35a Edición, España, Cátedra – Letras Hispánicas, 2016, Pág. 153
(2) Ídem
(3) Ibidem, P. 80 (4) Íbidem, P. 142-143
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