La sinceridad irresponsable consiste en expresar opiniones personales sobre algo o alguien, donde no sólo dejamos de lado la empatía sino que descalificamos a una persona como consecuencia de una acción específica o de una apreciación sesgada y subjetiva. “Decir siempre lo que se piensa” no es necesariamente una virtud.
Si bien la autenticidad es un valor fundamental en un diálogo, la expresión descarnada de nuestros pensamientos sin tomar en cuenta la sensibilidad y el estado emocional del interlocutor puede resultar ofensivo.
Uno de los primeros mitos a desafiar es la supuesta virtud que entraña la sinceridad, entendida como “decir siempre lo que se piensa” sin importar las circunstancias ni las condiciones particulares del momento y del interlocutor.
Es importante señalar que esto no está en contradicción con la necesidad de que los foros estén abiertos a discutir cualquier tema. Una cosa es el abordaje de un asunto de interés general a partir de fundamentos y argumentos, aún cuando éstos sean duros o políticamente incorrectos y otra muy distinta es la manera como desarrollamos propiamente las interacciones con los demás. Las personas efectivamente tienen sensibilidades diferentes a las propias y la buena convivencia, el respeto y la empatía no están peleadas con la expresión directa y sincera de las ideas, sentimientos y emociones.
La primera puntualización consiste en diferenciar lo que sabemos, pensamos y sentimos acerca de las cosas, las situaciones y las personas, de “la Verdad” acerca de ellas. Alguien me puede “parecer” antipático, presumido, incompetente, insensible o cualquier otra cosa, pero, por más que lo sienta genuinamente así y tenga todo el derecho del mundo a pensar o sentir cualquier cosa, eso no significa ni que se trate de una “verdad absoluta” ni que sea pertinente y adecuado expresarlo sin filtros sociales y relacionales. La sinceridad irresponsable se confunde con la crueldad deliberada al expresar opiniones personales sobre alguien, donde no sólo dejamos de lado la empatía sino que descalificamos por entero a una persona como consecuencia de una acción específica o de una apreciación sesgada y subjetiva.
¿Qué pasaría si todos fuéramos por la vida diciendo exactamente lo que pensamos y de la manera en que lo pensamos? Casi seguro que terminaríamos aislados y solos.
El propósito de ser franco, íntegro y directo no lo justifica todo. Una opinión sincera que trasciende el interés general para cruzar la frontera de lo personal e íntimo es bien recibida, en principio, cuando es solicitada, y en segunda instancia cuando su verbalización se lleva a cabo en un entorno discreto y privado, entraña un propósito constructivo, favorece en alguna medida la interacción o aporta declaraciones puntuales que libran al otro de un riesgo o un peligro inminente. De lo contrario, un silencio empático es mucho más apreciado y sanador. No se trata de engañar o de fingir de manera hipócrita ni de evadir los tópicos “escabrosos”, sino de facilitar la convivencia y el trato humano.
Es frecuente que en las relaciones personales e íntimas, argumentando sinceridad, expresemos aquello que de antemano sabemos que lastimará a esa persona con quien tenemos una conexión emocional cercana. Lo cierto es que solemos percibir cuando esa sinceridad exacerbada no es sino un vehículo de manipulación, venganza o humillación. Atacamos conscientemente la debilidad del otro como una forma de proteger nuestra vulnerabilidad, de ocultar nuestro miedo y de disimular nuestra inseguridad.
En estos casos la sinceridad irresponsable no es, ni de cerca, un reflejo de amor o de respeto por el vínculo sino un modo burdo y cobarde de ejercer un poder opresivo en el momento en que el otro se encuentra más indefenso. No olvidemos que el amor verdadero es aquel que, aun pudiendo, no abusa cuando su contraparte está en una posición de vulnerabilidad.
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