En una entrevista, allá por los años 70 para la televisión española, Carlos Fuentes hablaba acerca de la Revolución mexicana. El escritor mexicano afirmaba (como se puede apreciar en el vídeo al final del presente texto) que el Pueblo de México poseía una conciencia colectiva. Fue ésta, a través de la llamada tercera transformación de la vida pública de México, la que dio forma última tanto al Estado como a la Nación mexicana contemporánea. El mexicano tomó conciencia de su identidad tanto individual como colectiva, de su “nosotros”, aunque como es natural ya había habido ciertas desviaciones y ‘traiciones’ al profundo movimiento social armado de principios de siglo. La Revolución mexicana dio como consecuencia una Constitución y un amplísimo pacto social encarnado en los sucesivos sexenios del régimen priista que construyó, a pesar de los pesares que se guste y mande, al México de hoy en día. Afirmaba también el escritor del parnaso mexicano que el día que existiesen desviaciones exageradas a la esencia de las principales conquistas revolucionarias, el país que gozaba de una conciencia y el pueblo mismo se encargaría de una categórica rectificación.
No se equivocó Fuentes. El intento de una plena transición democrática del año 2000 llegó por la derecha, por el lado de, precisamente, los reaccionarios a la Revolución mexicana. El Partido Acción Nacional acabó succionando por meros intereses políticos y económicos (nunca por convicción real) al mismo PRI, el instituto político revolucionario que dio forma al Estado mexicano y que fue el rector de la vida política del país por más de 70 años (de ahí que una alianza político-electoral entre estas dos fuerzas esté destinada, siempre, al más rotundo de los fracasos).
Todas las transformaciones que ha vivido México han venido seguidas de una Reforma de Estado de fondo, desde la llamada Conquista, en la cual el penúltimo y malogrado Emperador mexica, Cuitláhuac tuvo la primer visión, quizás, de lo que hoy en día es México, es decir, de cambiar la forma del Imperio que sojuzgaba a la mayoría de los Pueblos de Mesoamérica, en una confederación de Ciudades-Estado que pudiesen cooperar entre sí; esto principalmente ante potenciales amenazas comunes, como la que ya tenían encima: los europeos que él bien sabía que no eran dioses sino seres humanos crueles y ambiciosos. Idea buena, pero demasiado tardía, ya que al considerarse Tenochtitlán el centro del mundo no veían conveniente sino un sistema asimétrico de conquistas y tributos.
De ahí al inicio y consumación de la Independencia, que después de eso vio su primera Constitución, y después de un periodo de casi cuatro décadas de turbulencias indecibles, la segunda transformación (la Reforma) tomaba forma el Estado mediante otra Constitución, la de 1857, para muchos historiadores este movimiento representó la completa independencia política de México. Luego vino el Porfiriato, que a sangre y fuego mantuvo paz y estabilidad política durante tres décadas, de ahí, la tortuosa Revolución mexicana, que logró ser llevada a una traducción en beneficios reales para el país entre los períodos de Carranza, Calles, Cárdenas y los siguientes períodos (sexenios), hasta el de Salinas de Gortari, es decir, 1994, donde al salírsele de las manos el proceso sucesorio a Salinas, la ultraderecha entreguista y neoliberal toma a México como su feudo. Es ahí justo donde surge el germen del lopezobradorismo, del zedillato hasta el PRIAN de Fox, Calderón y Peña, donde al partido emanado de la Revolución no le queda nada (o cada día menos) ya de su esencia y orígenes. Lo que Fuentes vaticinó 40 años atrás, sucedía. El lopezobradorismo y su “cuarta transformación” llegaban al poder sin la necesidad de una Constitución nueva, la razón fundamental de esto: el lopezobradorismo es, en esencia, una rectificación a los postulados de la Revolución mexicana, mezclado con ingredientes propios del Siglo XXI. La frase del Presidente de “tan idealistas como sea posible; tan pragmáticos como sea necesario”, no es más que la línea que siguieron los gobiernos que fueron desde Cárdenas hasta Salinas, fieles aún al nacionalismo revolucionario, sin duda, pero alejados de dogma alguno, traicionado estos principios por los cuatro sexenios que le fueron consecutivos.
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