Una de las consignas clave de campaña y de gobierno del expresidente López Obrador y ahora de su sucesora, fue y sigue siendo que, por ningún motivo, volverán ni a declarar ni a realizar una guerra contra el narco. Como dicen ser muy distintos a “los gobiernos neoliberales” que les precedieron (que en efecto lo son y mucho peores), la política de AMLO en materia de seguridad pública consistió, en la práctica, en aliarse con grupos criminales para ganar elecciones en varios municipios y estados y aplicar aquél principio fundamental del liberalismo clásico: laissez faire, laissez passer frente a las actividades de las narcobandas (pero no frente a las empresas legalmente establecidas a muchas de las cuales les han hecho “la vida de cuadritos”). Así se materializó el famoso slogan de “abrazos, no balazos”. Los resultados de esta filosofía política del régimen autodenominado como del humanismo mexicano muestran que el número de homicidios dolosos casi se duplicó entre el sexenio de Felipe Calderón (121, 613) y el de AMLO (207,914), en tanto las personas desaparecidas se triplicaron, pasando de 17 mil con Calderón a 57 mil con AMLO (y en el primer año de Sheinbaum se cuentan 16 mil -¡casi las mismas que en todo el sexenio calderonista!-); los casos denunciados de extorsión también se triplicaron (de 18 mil a 57 mil, aunque aquí la cifra negra es elevadísima porque la gente extorsionada no se atreve ni a denunciar). En cuanto a políticos asesinados, considerando desde candidatos a puestos de elección hasta congresistas, alcaldes y regidores, la cifra también es notable y creciente: 160 en el sexenio de Calderón y 320 con AMLO (en el año de la presidente Sheinbaum van 10 presidentes municipales, incluyendo el asesinato de Carlos Manzo). Evidentemente, pese a las reiteradas afirmaciones de la Presidenta, la política de seguridad pública bajo la 4T ha sido un desastre.
En este contexto terrible, mientras el crimen organizado le hace la guerra a la ciudadanía -asesinándola, extorsionándola, secuestrándola y amenazándola de muchos modos-, la posición del gobierno federal negándose a hacer la guerra contra el crimen organizado es, por un lado, francamente estúpida y, por otro, profundamente irresponsable. Estamos ante un gobierno que se declara indolente para cumplir la primerísima función que le corresponde al Estado: procurar la seguridad de sus habitantes.
En el desarrollo de las sociedades, hay situaciones en que la guerra se hace inevitable e incluso necesaria, por ejemplo cuando se acomete en defensa propia para enfrentar a un injusto agresor, para reestablecer la justicia si ésta se ha perdido o preservar el orden en favor del bien común. Por ello se ha establecido la doctrina de la guerra justa. Ésta es una tradición filosófica y teológica que define criterios éticos para determinar cuándo es legítimo recurrir a la guerra y cómo debe conducirse una vez iniciada. Sus raíces se remontan al pensamiento clásico grecorromano, con Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca y profundizada en la filosofía cristiana medieval, especialmente en las obras de San Agustín y Santo Tomás de Aquino. Esta doctrina distingue entre el ius ad bellum (derecho a la guerra) —que exige causas justas como la legítima defensa, que se declare por una autoridad competente garante del bien común (un gobierno legal y legítimamente establecido) y que tenga como fin último el restablecimiento de la paz— y el ius in bello (derecho en la guerra), que regula la conducta bélica, exigiendo proporcionalidad, distinción entre combatientes y civiles, y respeto a los derechos humanos. De hecho, un Estado que sea incapaz de ejercer la violencia legítima cuando ésta es necesaria en pro del bien común de la sociedad, puede considerarse como un “Estado fallido”.
En este sentido, el entonces Presidente Felipe Calderón, del PAN, estaba absolutamente en lo correcto cuando, atendiendo las llamadas de auxilio del gobernador de Michoacán (Lázaro Cárdenas Batel -hoy Jefe de la Oficina de la Presidencia nombrado por Claudia Sheinbaum-), ordenó la intervención de las Fuerzas Armadas para cumplir, subsidiariamente, con las tareas de seguridad de que eran incapaces las policías estatal y municipales en aquel estado, que estaban rebasadas por las bandas criminales. Ese fue el inicio de la llamada “Guerra contra el Narco” con la que se ha pretendido condenar históricamente al Presidente Calderón.
Desde luego, en aquella valiente y decidida iniciativa de Don Felipe hubo aciertos y errores, pero tenía razón cuando en alguna ocasión declaró que “aunque sea a pedradas” el Estado mexicano estaba en la obligación de defender a la población ante los asesinos que la acosaban. Por cierto, aquella iniciativa de aplicar la fuerza legal del Estado no se limitó al combate frontal contra los criminales, sino que estuvo acompañada de otras acciones de las que tendríamos que aprender mucho los mexicanos 20 años después: Convirtió a la que era la Policía Federal de Caminos en la Policía Federal, aportándole una cantidad significativa de recursos financieros, tecnológicos y humanos de alto perfil profesional; promovió la coordinación con las autoridades estatales y municipales y con instituciones de la sociedad civil instrumentando diversas acciones a nivel local y programas de desarrollo social y comunitario que, en el discurso plagado de mentiras de la 4T hoy se falsean o se ignoran. Aquellas acciones del gobierno federal tuvieron un éxito relativo y se logró disminuir la violencia considerablemente en Michoacán, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua, recuperando la habitabilidad de ciudades importantes de esos estados. Y tiene también razón el expresidente Calderón cuando acusa que a la mayoría de esos esfuerzos no se les dio continuidad bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, causa por la cual volvió a incrementarse la criminalidad en el país, pero nunca como ha ocurrido después del 2018.
México tiene un cáncer social que urge sanar. Es un problema sistémico de alta complejidad, con muchas variables que interactúan. La curación no puede ser ni rápida ni sencilla y demanda la participación de todos los actores sociales, incluyendo familias, escuelas, iglesias e instituciones culturales, no sólo puede ser tarea del gobierno. Pero pretender que este cáncer se puede corregir sin el uso de violencia legítima y legal por parte del Estado, es una ingenuidad inadmisible. A menos que estemos, efectivamente, en manos de un gobierno íntimamente vinculado al crimen organizado.
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