Transformar las creencias en convicciones no es asunto menor. Se trata de que sean las convicciones y no las creencias quienes definan los fundamentos y principios subyacentes a las narrativas que decidamos articular, y según sean unas u otras, el mundo en que habitemos será objetivamente distinto.
Podríamos decir que una convicción es una “creencia de diseño”, una presunción construida a partir de argumentos y principios, una creencia tan asentada, tan internalizada que mueve a la acción y que es asumida de forma consciente y entusiasta, pero no dogmática.
Nos convencemos de que una idea, un argumento, una esperanza, aun sin estar científicamente demostrada, nos resulta verosímil y lo suficientemente valiosa y deseable como para asumirla como propia, pero sabemos que no se trata de un saber absoluto y cerrado sino uno susceptible de evolucionar y sofisticarse. En contraste, con la creencia, que casi nunca sabemos cómo se implantó en nuestra psique, la convicción es producto de nuestra facultad de construir y racionalizar conscientemente los contenidos que articulan los relatos que conducen nuestra existencia.
Una vez asumida esta posibilidad, la pregunta que emerge de manera natural sería: ¿hay unas convicciones mejores que otras o cualquiera que se escoja tiene el mismo valor? Y en caso de que unas sean preferibles a otras, ¿bajo qué criterio se escogen las convicciones más valiosas?
Lo primero es decir categóricamente que sí, que en efecto hay convicciones más deseables que otras y por eso el definir criterios para jerarquizarlas resulta fundamental.
Uso con toda intención la palabra “jerarquizar” porque, por más que resulte políticamente incorrecto decirlo, hay ideas y valores más deseables que otros. El nazismo hitleriano no es intercambiable en términos de valor con la desobediencia civil pacífica de Gandhi, por más que todo mundo sea libre de pensar lo que quiera.
Tomemos como referencia la primera pregunta de uno de los artículos anteriores para tratar de encontrar algunos elementos objetivos que funcionen como criterios para definir cuál de las convicciones planteadas es más deseable. La pregunta decía así:
1.- Vamos a tomar un vuelo y en la ruta hay una tormenta en progreso. ¿Qué preferimos que utilicen los pilotos como herramienta de conducción, el radar y la tecnología del avión o encomendarse a un dios primigenio y apretar muy fuerte un cuarzo azul mientras entonan cantos y rezos?
En esencia podría reformularse de forma más sintética de este modo: Para explicarnos y encarar los fenómenos naturales, ¿preferimos un mito, una tradición, o mejor optamos por la investigación científica y la tecnología empíricamente probada?
Lo primero sería plantearse si alguna de las dos alternativas es intrínsecamente mejor que la otra. A mi juicio, la respuesta es: sí. Una primera razón es que la ciencia llega como consecuencia del proceso evolutivo de las ideas humanas. Del mito y de la tradición emerge la ciencia como instrumento para explicar lo que los primeros no podían. E incluso dentro de la propia ciencia el proceso evolutivo no cesa. Debió existir Newton, como máximo exponente de la física tradicional, para que emergiera Einstein y relativizara lo que hasta entonces se consideraba como verdades cósmicas absolutas.
Una segunda razón es porque en el mito no cabe la ciencia. Cuando una verdad se asume como dogma inquebrantable, la duda científica es espulgada. Mientras que en el mundo de la ciencia, la tradición y el mito cohabitan, siempre y cuando sea posible cuestionarlos. La ciencia, en tanto producto humano que busca la certeza y la verdad de una vez y para siempre, se articula creando paradigmas científicos, que en cierta forma equivalen a los mitos. La indivisibilidad del átomo fue un paradigma científico durante siglos, hasta que Ernest Rutherford sentó las bases para un paradigma nuevo, uno donde lejos de tratarse de una masa sólida, el átomo era en realidad un grupo de electrones orbitando un núcleo central. Con esta nueva visión se desestimó el valor absoluto del mito/paradigma previo sin convertirlo propiamente en mentira, sino aportando un nuevo nivel, una nueva capa de verdad al conocimiento previo.
En la investigación de la realidad concreta, la ciencia se permite la duda, la crítica, el cuestionamiento, lo que abre espacio para que muchos de esos paradigmas que se creían inamovibles se sustituyan por nuevas comprensiones “un poco más verdaderas”. El mito, por su parte, al tratarse de una revelación, se asume como el relato final y definitivo que no permite cuestionamiento ni mejora. En una última instancia, la ciencia podría probar que el mito es verdadero, mientras que desde el mito, el cuestionamiento científico es inaceptable. ¿Esto invalida la religión? Desde luego que no, porque la segunda aborda nieves de realidad que a la ciencia se le escapan. El punto es priorizar cada una de ella en su ámbito y jerarquizar las decisiones en función del ámbito al que nos estemos refiriendo. Si voy a meditar, antepongo mi estado interior a cualquier otra cosa, si soy cirujano y estoy en el quirófano, antepongo mis conocimientos médicos a cualquier otra cosa.
El proceso evolutivo del planeta entero tiende a la amplitud, a la complejidad, a la especialización. Cada nueva etapa de la evolución abre un nuevo espacio que integra y abraza a lo existente en el estadio anterior, por eso en el mundo newtoniano la relatividad es inimaginable, mientras que en mundo relativo de Einstein, Newton es el cimiento principal.
Una tercera razón es que mientras el mito se explica de forma distinta en cada región del mundo y en cada tiempo, las explicaciones de la ciencia son universales y atemporales. No hay matemáticas americanas, matemáticas rusas o matemáticas islámicas. Lo mismo ocurre con el tiempo, las matemáticas es un lenguaje atemporal, y si bien las desarrolladas en épocas antiguas eran más básicas y elementales, eran parte de un mismo cuerpo de conocimiento que, como buen proceso evolutivo, se ha ido ampliando y complejizando con cada descubrimiento, pero cuyos fundamentos continúan aplicando hoy, lo mismo que aplicaban en la Grecia clásica. Mientras que, por su parte, las concepciones míticas sí responden al tiempo, espacio e idiosincrasia en que fueron articuladas.
Asumir esta –o cualquier otra– convicción de forma profunda y general conlleva infinidad de consecuencias, porque la forma en que concibamos las cosas –aún sin ser conscientes de ello– determina nuestros actos. Por ejemplo, una vez que aceptamos como humanidad que sea la ciencia la que explique lo relacionado con los fenómenos naturales, ya no habrá lugar para continuar negando el cambio climático, las políticas sanitarias referentes a la Covid-19 –o cualquier otra contingencia de salud– se decidirán a partir de criterios médicos y no políticos o económicos, los datos estadísticos serán centrales para definir cómo y dónde aplicar determinadas políticas públicas y dónde y cuándo no hacerlo, y un largo etcétera. Por eso transformar las creencias en convicciones no es asunto menor. Se trata de que sean las convicciones y no las creencias quienes definan los fundamentos y principios subyacentes a las narrativas que decidamos articular, y según sean unas u otras, el mundo en que habitemos será objetivamente distinto.
Y es desde esa redefinición voluntaria y consciente de nuestras convicciones como humanos universales, conservando la particularidad cultural de cada visión del mundo, que resulta indispensable construir las premisas que den sentido a nuestro modo de pensar, a nuestras leyes, a nuestra convivencia social, sobre todo, ante los enormes retos que el presente y el futuro próximo ponen ante nosotros como especie.
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