El populismo se alimenta de la inseguridad. La inseguridad causa miedo. Y el miedo favorece las reacciones humanas primitivas: vuelve volátiles, peligrosos y explosivos a los grupos sociales marginados. Estos grupos son los que carecen de estatus. En las sociedades industriales el estatus se forja en torno del trabajo. El trabajo brinda a las personas identidad, seguridad económica, estabilidad, bienestar y expectativas de ascenso social. La “cara oscura” de la globalización terminó o puso en pausa al mundo del trabajo estable, bien remunerado y forjador de identidades, ascenso y estatus social. Es así como millones de personas en el mundo quedaron desamparadas, excluidas de la convivencia social. Nadie entendió la disrupción ni se hizo cargo.
Diversas son las manifestaciones de ese desamparo y exclusión de la convivencia social. Menciono algunas: precariedad; desconfianza; falta de expectativas que condena al presentismo -como los dioses castigaron a Sísifo- y a la irreflexión; disolución de los lazos sociales, familiares y sexuales; relajación ética; pérdida de valores y referentes; cinismo, ausencia de compromiso con normas y leyes (anomia); inseguridad, miedo y baja autoestima. Un país agobiado por la precariedad se fractura y complica su gobernación. Como indica Guy Standing en El Precariado: “Muchos se verán atraídos por políticos populistas y mensajes neofascistas, algo que ya se constata en toda Europa, Estados Unidos y otros lugares. Por eso es por lo que el precariado es la clase peligrosa y por lo que se necesita una “política de paraíso” que responda a sus temores, inseguridades y aspiraciones”.
La revolución de la tecnología de la información hizo posible lo que conocemos como redes sociales. Este mecanismo de información instantánea y de relaciones sociales virtuales, al combinarse con la precariedad de millones de personas refuerza un círculo vicioso, perverso. Cuando la persona vive al día, su objetivo es la supervivencia. Carece de tiempo para la reflexión, para la convivencia, para planear su futuro. Vive aislado, ensimismado, en un presente interminable que le despoja de sentido, de propósito. El mundo digital refuerza ese estado. El cúmulo de información, de mensajes y consignas impide la reflexión. Las personas, ligadas a grupos afines, viven en un estado emocional perenne. Entrampadas en ese bucle de gratificación y reafirmación, repetido al infinito, su cerebro es presa de la inmediatez. Así, precariedad y redes sociales fortalecen los comportamientos primitivos y regresivos.
La exclusión cuando se conjunta con el culto al éxito material, al mérito, a las celebridades fatuas y vistosas, causa una mezcla explosiva. Aflora el resentimiento. Se entrona la envidia. Las personas condenadas a trabajos precarios, mal remunerados y desmotivantes se sienten humilladas. Y la humillación se traduce en rechazo del otro, de lo diverso. Preludia el fin de la pluralidad. Desconfianza social es el resultado. Ello debilita su compromiso con la ética pública al grado de propiciar conductas amorales que se apartan de las reglas, las normas sociales y las leyes. Desconfianza, exclusión real o sensación de no pertenencia a la sociedad favorecen las conductas antisociales. En este contexto dichas almas son receptivas al discurso populista maniqueo que divide a la sociedad entre buenos y malos. Parafraseando a Guy Standing la precariedad es un peligro para la estabilidad social política, la seguridad y para la paz pública. Destruye a la democracia liberal.
La precarización diluye el consenso social. Cuando se extingue la solidaridad desaparece el compromiso social y la cohesión. Por eso es común escuchar que cada cabeza es un mundo. Cada cual piensa en salvarse a sí mismo sin importar si se causa daños a terceros. Es el mundo propicio para el delito y la delincuencia. Acerca peligrosamente al reino del más fuerte, de la justicia por mano propia. Los gobiernos no lo representan. Las leyes carecen de sentido para el precarizado, pues no reflejan un compromiso con su condición. Por ello gusta el discurso que pregona: “No me salgan con que la ley es la ley”. El pacto social está roto. Es chocante que nos lo espeten a la cara. Una verdad de Perogrullo no obvia los peligros de desechar a la ley. Es combustible para el desorden y la descomposición. Denunciarlo es insuficiente. Faltó gran una alianza para reconstruir el estado de derecho y el pacto social.
El gran malestar de los excluidos que alimenta el miedo ha dado paso a la furia. El discurso del encono sustituye a toda política pública a favor del bien común. En lugar de canalizar la energía social -que se manifiesta como miedo, exclusión, enojo, rabia y agresión- para lograr una verdadera transformación se abre la puerta a un estallido social. El contexto en el que ocurre el desconocimiento de la ley es altamente inflamable: el crimen campea en buena parte del país: Impone sus reglas. Es dueño de vidas y haciendas en las comunidades donde se ha implantado. Se habla que ocupa 40% del territorio del país. Cobra impuestos, ofrece seguridad a cambio de lealtad, apoya a comunidades, hace obra social e infraestructura. Es un estado informal que rivaliza con el otro Estado, que también revela amplios rasgos de informalidad.
La fragilidad del Estado y la de este gobierno se agrava con la gran filtración de las operaciones del ejército. El ámbito internacional es igualmente azaroso y plagado de riesgos (también de oportunidades). Una recesión global; la ampliación de la guerra de Rusia contra Ucrania; el riesgo de arribo a Estados Unidos de un gobierno republicano que declare a los cárteles de la droga organizaciones terroristas, más el flirteo de la actual administración con Rusia, China y otras dictaduras pueden incitar a Washington a invadir a México por razones de su seguridad nacional… El contexto nacional y global es extremadamente explosivo. Idealmente deberíamos ocuparnos en reconstruir el Estado de derecho y forjar un nuevo pacto social para responder a los desafíos. El encono y la desconfianza política que padecemos llevó a otra ruta.
En lugar de intentar el cambio por la vía de la reforma legal e institucional se recurrió a las fuerzas armadas como garantes del cambio. El riesgo de militarización es real. Ya se dieron los pasos para empoderar a las fuerzas armadas. Podemos vivir un ciclo de inestabilidad como el que precedió la revolución de 1910, donde los generales propiciaban asonadas para hacerse del poder. Por ello plantea serios desafíos desconocer a la ley sin plantear un nuevo pacto. Por desgracia, en ambos lados del espectro político no hay posibilidad de diálogo. A unos y otros sólo les interesa destruirse y ganar el poder. Seguimos sin entender las causas de las problemáticas que nos agobian y mantenemos una conversación pública estéril y peligrosa. Quizá sea ya demasiado tarde para la cooperación y un acuerdo básico.
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