“La patria del escritor es su lengua”.
–Francisco Ayala (1906-2009), escritor español.
Entramos en la época del año cuando se celebra a México en infinidad de formas: Comenzamos con la conmemoración de los Niños Héroes en la toma del Castillo de Chapultepec. Dicen los expertos que no fueron niños, como nos lo enseñaron en primaria, y que ninguno de ellos se envolvió en la bandera y se tiró desde las alturas para preservarla de los invasores norteamericanos. Como adulta entiendo que se trata de una leyenda romantizada, pero a la vez reconozco que esa imagen que se formó en mi mente en tercero de primaria sigue tan viva como entonces. Contribuyó a forjar mi identidad, a sentir que una nación por la cual se llevan a cabo esos grandes sacrificios representa una gran nación.
Llega unos días después la celebración de nuestra Independencia, ocasión cuando se manifiesta en todo su esplendor la mexicanidad: desde las caracterizaciones de nuestros héroes de la Independencia, las representaciones teatrales, la poesía. Los desfiles en cada una de las poblaciones grandes y pequeñas, frente a los cuales se exalta dentro de nosotros ese particular orgullo de ser mexicanos. No pueden faltar en esa ocasión los deleites gastronómicos, desde los sofisticados chiles en nogada con su gama de leyendas urbanas y modos de preparación, hasta los populares elotes con chile y la fruta picada, que se venden en cualquier esquina durante el desfile.
La mexicanidad nos pone a vibrar a todos los oriundos la noche del 15, en el territorio nacional y allende las fronteras. Ese “Viva México” que respondemos a coro los presentes en tres ocasiones, seguido por los nombres de los héroes de la Independencia, así como la réplica de la campana de Dolores en cada inmueble que representa a nuestro país a lo largo y ancho del mismo, y de igual manera en las sedes oficiales en el extranjero.
Se sigue la –ahora controversial– fecha del 12 de octubre que, así queramos borrar de nuestra historia, constituye la mitad de nuestra identidad. Un festejo que ha perdido mucho lucimiento por cuestiones ajenas al reconocimiento de nuestra identidad mestiza, cuyo epítome este año es la sustitución de un bello monumento de Colón en el Centro Histórico de la Ciudad de México, por una figura estilizada de una mujer que busca representar los pueblos originales, pero que a ratos parece sacada de una cinta galáctica. Ella no me significa ninguna identidad en absoluto. Ni por los rasgos que le imprimieron, ni por la frialdad del material con que está hecha, ni por la forma tan arbitraria con que se ha decidido imponerla.
Durante primaria y secundaria estudié fundamentalmente, en colegios de monjas. En los libros de historia de primaria, sistemáticamente, nos brincábamos el capítulo de las Leyes de Reforma. Sabíamos que existió Benito Juárez; conocíamos la historia del niño de un pequeño pueblo oaxaqueño que pasó de cuidar ganado menor a convertirse en presidente de la República. Esto es, no se acentuaba el hecho de que Juárez haya decretado la separación del Estado y de la Iglesia, pero tampoco se arrancaban las hojas de los libros para vetarlo. Ya en secundaria sí aprendí lo necesario sobre las Leyes de Reforma y la figura de Juárez para el México actual. Sería como en los enamoramientos, tiene más efecto la indiferencia que las acciones directas de resistencia.
Seguimos en noviembre con los festejos de la Revolución. A mí me remiten a diversos momentos, en particular con mis hijos pequeños en atuendos de ocasión. Los desfiles asociados con el deporte y las danzas folclóricas entre las que no puede faltar: “La marcha de Zacatecas” y “La Adelita”. Otra vez la gastronomía en pleno para sentirnos aún más mexicanos.
Arribamos finalmente a diciembre, a la celebración de la Virgen de Guadalupe. Sucede ese pensamiento paradójico único en México: proveniente de la tradición católica, la figura de la Guadalupana atraviesa cualesquiera creencias religiosas para instalarse en el corazón de todos los mexicanos. Ahora las calles se ven pobladas por peregrinaciones de distintos templos de cada parroquia, y en buena parte del territorio nacional se hacen acompañar de danzantes de todas las edades, vestidos de gran colorido, conocidos como “matachines”, cuyo traje incluye una nahuilla adornada con carrizos cortos, o bien pulseras de guijarros en las piernas, que al danzar generan un sonido muy característico. Sobre la cabeza portan un penacho multicolor a base de plumas, y a lo largo de toda la peregrinación los danzantes van ejecutando cuadros que han preparado a lo largo del año, al compás de un tambor. Quien encabeza cada contingente porta un estandarte, generalmente bordado, que identifica al templo y a la parroquia que representan.
Podríamos seguir hablando mucho más de los elementos que nos dotan de nuestra identidad como mexicanos. Esta vez quisiera utilizarlo como parangón frente a las acciones ciudadanas que, de manera contraria, señalan nuestro desapego a la patria, término –este último– que nació del mismo vocablo de “padre” y que significa casa, tierra propia, familia, grupo original.
¿Por qué, tantas veces, en lugar de cuidar nuestro suelo, actuamos con descuido, y hasta nos empeñamos en dañarlo? ¿Por qué sacamos tajada “a la brava”? ¿Por qué tratamos mal a nuestros hermanos? Pareciera que nos aferramos a la idea de sentir que alguien es más que otros por su color de piel, por el nivel académico o por su solvencia económica. En la denostación que emprendemos queda expuesta nuestra pequeñez.
Habría que tomar lo bueno de cada episodio de nuestra historia, como una amalgama, y con base en ella construir lo mejor de nuestra generación. Proponernos dejar una huella que marque a futuro nuestro paso, como signo de una diferencia dignificadora.
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