El título de esta columna fue votado por mis compañeras de marcha. Este 8 de marzo volvimos a salir a las calles. Esta vez no fui sola, esta vez fuimos todas, mis hijas y sus amigas, para las más jóvenes fue su primera marcha. Tenían un poco de incertidumbre al principio, regresaron felices, convencidas y empoderadas. Tanto que este fin de semana una se enfrentó sin miedo a la opresión patriarcal y tuvo el valor de levantar la voz y ante la ridícula pregunta “¿Qué lograron?”, desarrolló un discurso que podría sin problemas titularse “El manifiesto feminista”.
¿Orgullosa? Sí, como nunca. Feliz de haber criado mujeres y hombres con una profunda conciencia feminista. Personas que gritan, que denuncian, que desaprueban, que no se callan más.
Volvimos a salir a la calle, bajo el sol implacable, vestidas de morado, de verde, de negro, de valor. Organizadas en colectivos, grupos de amigas, asociaciones, en realidad el nombre de tu contingenté no era lo más relevante, lo importante es que estuvimos allí.
Dicen que éramos 90 mil. Ya sabemos que el gobierno no cuenta bien. Yo estuve y creo que éramos muchísimas más y gritamos como si fuésemos millones. Tambores, altavoces, guitarras, letreros, mantas, humo morado, diamantina rosa, flores, pero sobre todo caras, rostros de una y de miles de mujeres, descubiertos, tal vez con miedo, pero con un gran valor.
Un grito individual y colectivo, una por una lo logramos de nuevo, pintamos la ciudad, callamos todos los demás ruidos, nos hicimos visibles. Gritamos por nuestros derechos, por las injusticias, por la indiferencia, cantamos, bailamos, nos tomamos de la mano, exhibimos frases que cada una pintó en su cartel, en su ropa o en su cuerpo.
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Con una sonrisa nos fuimos reconociendo. Aquí sí les puedo asegurar sin el más mínimo ápice de duda que no hubo acarreadas. Nos vi llegando en Metro, caminando, reconociéndonos con una sonrisa, cantando y caminando juntas sabiendo que a todas nos movía la misma fuerza, la indignación y la fe de que el mundo pueda ser distinto para nosotras.
-Es mi hija –me dijo una mujer que me solicitó llevar una pancarta con la foto de una joven– Llevamos dos años buscándola.
No dije nada, el nudo en la garganta me impidió hablar, tomé la pancarta y la levanté con mi mano derecha durante más de cuatro horas que marchamos.
Podría hablar de cada historia, de cada letrero, de cada rostro, podría contarles que era increíble el espíritu de sororidad que se vivía, que cada consigna era más poderosa que la anterior, que los decibeles de nuestras voces y la resistencia de nuestras piernas nos sorprendieron a todas.
También podría contarles –y esto es una impresión total y absolutamente personal– que a mí me pareció, a diferencia de otros años, una marcha bastante contenida, organizada desde fuera por fuerzas que sin darnos cuenta nos dijeron por dónde marchar. Vallas que obstruyeron y diseñaron nuestro camino, límites y señalamientos que hicieron de esta marcha más que una manifestación un tanto patriarcal.
No es que uno salga esperando ver los más destrozos posibles ni mucho menos, pero para quien lo ve de lejos y no lo ha sufrido la radicalidad y violencia de muchas de las manifestantes obedece a una desesperada indignación y a una rabia de siglos de abusos y sometimiento. Este año no hubo eso, tampoco oradoras ni sorpresas. Tal vez por eso a mi hija le dijeron que no era una marcha concisa.
Aun así sabemos muy bien todas porque fuimos, lo que demandamos y lo que esperamos cada que salimos a la calle a gritar ¡Justicia!
Esta no es una marcha de intereses, esta es una marcha por nuestras vidas. De dignidad y de igualdad de derechos, una marcha para ser libres, para vivir seguras, para vivir sin miedo.
Un grito por las que ya no están, una demanda por todas un voto de esperanza porque nuestras jóvenes tengan el derecho de vivir sin miedo.
Una consecuencia, un reconocimiento a la lucha de nuestras ancestras, una obligación con nuestras hijas.
¡Mujer que escucha, esta es tu lucha!
¡Señor, señora, no sea indiferente, se mata a las mujeres en la cara de la gente!
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