Las plataformas tecnológicas parecen plantear soluciones de largo plazo al problema de la comunicación, pero alejan en muchos sentidos a las personas y no favorecen la empatía y la conexión. Las plataformas digitales conectan, pero no vinculan. Confundir lo uno con lo otro resultaría un error muy costoso.
La Era Covid plantea importantes retos individuales, pero también colectivos. Los seres humanos somos animales gregarios y sobran los estudios de todo tipo que prueban la necesidad que tenemos como especie de contacto con “el otro”. Asumir nuevas formas de socialización, que velen por la seguridad y la salud, pero que al mismo tiempo contemplen maneras aceptables de convivencia y vinculación verdadera es un imperativo central.
Las restricciones sanitarias a las que debemos someternos como medidas de prevención, especialmente la distancia social, el uso de mascarilla –que nos impide observar gestos y microgestos de aquellos con quienes interactuamos– y la limitación de convivencia en los espacios públicos, laborales e incluso familiares durante un tiempo aún indeterminado, pueden alterar de forma sensible y permanente las relaciones humanas al confundir conexión con vínculo, muy en especial si las soluciones que adoptamos, lejos de comprender y atemperar el problema, lo potencian.
Sustituir al “otro” con tecnología
Ya desde antes de la pandemia, las empresas tecnológicas intentaban imponer el uso de herramientas digitales para infinidad de labores. Desde hace un buen tiempo y cada vez con mayor profusión, nos inundan infinidad de aplicaciones enfocadas en la salud, la educación, la búsqueda de pareja, ejercitarse desde casa, todo tipo de compras y un sin fin de aspectos más. Otra vertiente del mismo tipo de desarrollo tecnológico nos ofrece plataformas digitales del tipo Zoom, Skype o Teams, fantásticas si se aprovechan como herramientas de comunicación pero peligrosas si se utilizan como sustituto de interacción humana directa.
La Era Covid está propiciando las condiciones perfectas para que las grandes corporaciones tecnológicas intenten sustituir la interacción física, por interacción digital. Esto implicará para dichas empresas ganancias astronómicas, así como cantidades ingentes de información acerca de los usuarios y clientes que les permitirá anticipar hábitos y provocar impulsos que potencien aun más sus ventas en el futuro.
De concretarse, este intento de revolución tecnológica convertirá a aquellas plataformas que consigan consolidarse en corporaciones hegemónicas a nivel mundial. Este hecho entraña ya en sí mismo muchos problemas potenciales para el futuro, pero para efectos de este texto me centraré en uno que me parece capital para el desarrollo interior y relacional de las generaciones por venir: las plataformas digitales pretenden homologar, como si se tratara de posibilidades análogas, como si fuera posible simplemente intercambiarlos y sustituir uno por el otro, el vínculo personal presencial con la conexión digital, confusión que puede traer consecuencias imprevisibles, en el mediano y largo plazo, en la manera como nos relacionamos.
No se puede negar que ante los retos sanitarios de la Era Covid el uso de plataformas digitales es indispensable para que los alumnos continuen con sus programas académicos, las empresas puedan llevar a cabo sus operaciones, los profesionales contacten con clientes, proveedores y posibles socios desde una distancia segura y los individuos puedan sostener y ampliar sus comunicaciones personales y familiares durante tiempos donde el encuentro físico resulta riesgoso y problemático.
Sin embargo, el hecho de que estas herramientas resulten ideales para estos propósitos no significa que todos los tipos de relaciones humanas puedan equipararse. De ningún modo puede accederse a los mismos niveles de cercanía, contacto e intimidad mediante una pantalla, y pensar lo contrario, privando a los individuos de la posibilidad de interacción física y personal, puede conllevar graves consecuencias en la construcción de relaciones personales, tanto de amistad como íntimas.
En su libro Amor líquido, Zygmunt Bauman1 nos alerta, incluso desde tiempos Pre-Covid, acerca de cómo empezamos a preferir conectarnos en vez de vincularnos. La conexión permite mantener el contacto a pesar de la distancia y además es relativamente fácil de construir, pero implica también una enorme facilidad para desconectarnos. Ocurre distinto con el vínculo, donde las raíces del encuentro son mucho más arduas de instaurar, pero, una vez establecidas, su relevancia y valor resultan infinitamente más duraderas y significativas.
Estar interconectado de ningún modo equivale a sostener un vínculo afectivo o una relación duradera y confiable. Acerca de la construcción de relaciones verdaderas, el psicoterapeuta gestalt Francisco Fernandez Romero asegura que “relacionarnos es estar juntos en el afecto, es decir, ser afectados y afectar; tocar y ser tocados. Crear la situación tanto como la situación nos crea; dejarnos transformar por el otro para que eso haga posible, quizá, si el otro así lo decide, su transformación2”.
Mientras la conexión es efímera y simple y funciona a la perfección como herramienta para comunicarse, el vínculo es complejo y duradero y es el mecanismo por excelencia para construir relaciones significativas y estables de largo plazo. Implica compartir tiempo, emociones, experiencias, ideas y espacio físico con gente afín que refuerce y complemente nuestras comprensiones y formas de entender la vida y el mundo. La conexión ofrece una parte de esto, pero de forma mucho más superficial y soluble.
Sin duda, estas plataformas tecnológicas poseen grandes ventajas utilizándolas para lo que en efecto sirven: podemos escuchar en directo a individuos en cualquier parte del mundo, nos ayudan a gestionar mejor el tiempo, a abatir costos de traslado, a recibir a través de ellas todo tipo de contenidos y un largo etcétera. Y si bien sería absurdo no aprovecharlas en el contexto apropiado, también es verdad que no son suficientes como instrumento único de vinculación. No todo lo que favorece la conexión –que resulta eficiente y práctica al mismo tiempo que fría y distante–, favorece también los vínculos humanos significativos.
Las conexiones digitales no sirven para socializar, para generar vínculos, para desarrollar empatía; no funcionan del todo para tomar contacto con el propio cuerpo, con las propias emociones, con la sensibilidad hacia el otro, para fomentar la madurez emocional ni la inteligencia social. El uso indiscriminado de plataformas tecnológicas como sustituto de relaciones interpersonales producen pérdida de contacto, insensibilidad, distanciamiento social, emotivo y kinestésico. Persistir en esta confusión trasformaría las dinámicas relacionales de forma muy profunda. Implica renunciar, o cuando menos limitar de forma muy importante, aspectos centrales de la interacción social –y me arriesgaría a decir que de la humanidad misma– como es el contacto con el otro.
Hasta ahora, las generaciones de humanos nos hemos formado yendo a la escuela, interactuando físicamente con nuestros pares, adquiriendo un trabajo, una pareja, amistades, una red de contactos y relaciones a los que podemos tocar, mirar a los ojos, interpretar sus gestos y posturas. Nos hemos desarrollado a partir de actividades de todo tipo, ya sean deportivas, de esparcimiento o incluso académicas, donde la convivencia con ese “otro” se da de forma directa. Esto ha sido parte de la formación, de la educación, de la maduración personal de cada uno con el propósito de relacionarnos y vincularnos íntimamente con nuestros pares y de paso aprender también acerca de nosotros mismos.
Hasta ahora, la convivencia directa ha sido el mecanismo de maduración que nos ha permitido convertirnos en adultos sanos física, emocional y psicológicamente. ¿Qué ocurrirá si esta manera de relacionarse se sustituye por aplicaciones y pantallas? Es difícil saberlo. Pero si esto se convierte en la realidad cotidiana de las nuevas generaciones durante sus años de formación, resultan imprevisibles las alteraciones que sufran las formas de vinculación humana que conocemos, del mismo modo que resulta incierto qué tanto podría afectar la salud mental y la construcción de la personalidad y la autoestima de las generaciones por venir.
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1 Bauman, Zygmunt (2005), Amor líquido: Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, España, FCE.
2 Fernández Romero, Francisco, Lo que pasa entre nosotros. Terapia sexual con Gestalt, Primera Edición, México, Pax, 2020, Pág. 83
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