Ellos los migrantes, ellos los chairos, ellos los privilegiados, ellos los damnificados, ellos…
Hemos ideado cualquier cantidad de adjetivos que nos permitan referirnos a las personas como un colectivo despersonalizado, como si etiquetándolos con un título que los agrupe como un colectivo distante y diferente y en muchas ocasiones amenazante nos libere de la posibilidad de verlos como personas, como prójimos.
De hecho hoy en día, en este país, me parece que solo hay dos personas con un nombre real: Yo (cada uno de nosotros) y el presidente Lopez Obrador que, dependiendo del momento y el contexto, tiene no solo uno sino cientos de nombres y que por lo general es el enemigo común y el responsable de prácticamente todos los problemas generales e individuales que nos aquejan y la razón por la cual somos capaces de hacer tonterías infinitas como mandar millones de botellas de pet a una ciudad devastada sin acceso y sin servicio de recolección de basura con tal de contradecir que es mejor que confiar en el ejército que está trabajando intensamente e instaló plantas purificadoras de agua que suministren el líquido vital a todas las personas que se encuentran aisladas y sin forma de obtener víveres de una forma decente y no robándolos.
Es tanta la necesidad de llevar la contra que tenemos entre distintas ideologías que constantemente nos ponemos el pie a nosotros mismos.
Es sorprendente la infinita capacidad que tiene la sociedad de deslindar responsabilidades y adjudicar culpas al otro bando, al equipo contrario llámese a chairo, fifí, migrante o residente, damnificado o benefactor, ladrón o merecedor, normales y anormales, bueno o malo, víctimas o victimarios. Aquí no cabe el término “La persona” (si es que no conocemos el nombre) con algún tipo de necesidad o problemas.
Como si fuera esto una selva en el que sobrevive solo el más fuerte o astuto, nos curamos en salud alegando que comemos para que no nos coman, que solo nos defendemos de ellos, los otros, quienes amenazan nuestra integridad y vivimos a la defensiva atrincherados en tribus urbanas en las que encontramos identidad sintiendo parecido o creyendo que nos parecemos.
Muchas veces es una trampa mortal, pues nuestra necesidad de pertenencia y aspiración socioeconómica nos juega una mala percepción y al pretender acercarnos para parecernos, acabamos siendo carne de cañón y verdaderos malinchistas que pisan a sus iguales por querer pertenecer a un sistema que consideramos mejor.
Y así andamos por la vida sin darnos cuenta de que los únicos que nos afectamos somos nosotros como seres humanos y haciendo cada día cualquier cantidad de tonterías para diferenciarnos poniéndonos a nosotros mismos obstáculos para evolucionar como sociedad. Solo viviendo en empatía, reconociéndonos y respetándonos es como verdaderamente podremos funcionar y avanzar.
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