Inmersos en el día a día, tenemos poco tiempo para la reflexión. Dejamos de lado los profundos cambios sistémicos que impactan nuestra vida y determinarán nuestro devenir. Nos solazamos en la coyuntura política, en los dimes y diretes políticos y en la crítica banal. Amantes del cotilleo y la lógica, obliteramos el avance científico; la amenaza climática; los nuevos equilibrios de poder en el mundo y, por ende, el riesgo de una larga era de guerras y estancamiento económico; el resquebrajamiento de la cosmogonía que fracturó el consenso sobre la visión común del mundo: dejamos de compartir creencias y valores, por lo cual nos confrontamos y formamos grupos excluyentes en redes sociales para fortalecer la pertenencia a una tribu y sentirnos seguros.
En México también hay temas de gran calado, que al lado de las tendencias globales (científico-tecnológicas, geopolíticas y económicas), darán forma a nuestro futuro inmediato. Y hay estudios y análisis muy relevantes en tópicos como seguridad, salud, educación, economía, pobreza, ecología, migración… pero priman la inmediatez y el culebrón. ¿Cuál es la razón de que las historias de cotilleo sean exitosas? Luego, ¿por qué son tan populares en México las columnas de los diarios, cualquiera que sea su género? Una explicación plausible es porque a los humanos nos conmueve vívidamente lo que mueve a nuestros semejantes: ¿qué piensan y traman? Sus pecados, sus excesos, sus defectos, su irracionalidad. En suma, vende nuestra condición humana.
Un ejemplo, entre muchos casos de la vida política mexicana, son las grabaciones que salieron a la luz sobre el dirigente nacional del PRI. Ríos de tinta corrieron por la prensa escrita sobre temas tan diversos como la perversidad e inmoralidad de tal político hasta la legalidad y licitud de dichos audios. Nuestro personaje, ahora en la oposición, es un hombre diferente. Reprocha a sus adversarios la conducta que él practicaba. Philip Zimbardo, en su obra El efecto Lucifer, explica las causas de estos cambios. La conclusión de su estudio es que la posición, la situación que guarda una persona determina su comportamiento, su conducta. El experimento de la Cárcel de Stanford consistió en simular una prisión en la Universidad de Stanford con alumnos de posgrado.
Los jóvenes que aceptaron participar en el experimento eran estudiantes de posgrado en psicología, psiquiatría y sociología. Todos eran personas correctas, educadas, sin ningún trastorno emocional, de conducta intachable e historial académico de excelencia. Algunos de ellos fueron seleccionados para desempeñar el papel de carcelarios y otros de prisioneros. Con el paso de los días, los guardias de la prisión empezaron a mostrar conductas sádicas con sus compañeros presos, quienes a su vez adoptaban una actitud sumisa y hasta infamante. Los carcelarios infligían castigos crueles a los prisioneros, y éstos poco a poco se envilecían. Unos no soportaron y abandonaron el experimento. En ciertos casos, quienes fungían de presos cambiaron de papel y se convirtieron en guardias. Como habían sufrido humillación, se juraron no hacer lo mismo con sus compañeros. Pero oh sorpresa: con el paso del tiempo se volvían crueles e inhumanos, igual que sus torturadores.
Parece claro que el efecto Lucifer está condicionado por las circunstancias de cada persona. Quien tiene poder asume actitudes prepotentes, abusivas. Siente que es el héroe y que los otros merecen castigo y escarmiento. El humillado termina por aceptar su condición y se torna sumiso. Esta metáfora que explica la conducta humana sirve para comprender la importancia de los contrapesos a los poderes, ya sean de origen público, privado o religioso. El sistema de pesos y contrapesos, la división o segmentación, del poder en Ejecutivo Legislativo y Judicial, así como sistemas anticorrupción y transparencia, se requieren para que en la cosa pública se contenga el efecto Lucifer. Quizá la alegoría sirva a todo tipo de poderes para entender que los carcelarios de ayer pueden ser los presos de hoy. Y mañana los papeles se pueden invertir. La cura a la condición humana es la vía institucional. A ese sistema se le conoce como el Estado de derecho constitucional.
Ahora bien, ¿qué pasa por nuestra cabeza? ¿Qué justifica nuestra conducta? B. M. Tappin y R. T. McKay en The Illusion of Moral Superiority explican cómo nuestro cerebro construye, para nuestro bienestar emocional y físico, un relato en el que somos los héroes, sin importar que sea verídica o falsa la historia. Acomoda los hechos de tal manera que solamente recordamos aquellas cosas que justifican nuestra conducta y el papel de protagonistas bienintencionados, idílicos, tal como dioses del Olimpo. Así, nuestro cerebro narrador minimiza nuestro comportamiento egoísta o cruel y nos dice que nuestra conducta fue adecuada, según las investigaciones de Ryan Carlson, Michel Marechal, et al en https://psyarxiv.com/7ck25/. En The Conversation, Guilana A.L. Mazzoni, Elizabeth F. Loftus, et al, escribieron en “Changing beliefs and memories through dream interpretation” que el cerebro inventa recuerdos que jamás ocurrieron y que los manipula y distorsiona para brindarnos la sensación de control.
Otros estudiosos han llegado a la conclusión de que los recuerdos que más deformamos son los que tienen el papel de explicar y justificar nuestras conductas. Durante toda la vida justificamos lo que hacemos y porqué procedimos de la forma que hicimos y no de otra, de manera que nuestra memoria se convierte en fuente de autojustificación para perdonar nuestros errores y fracasos y poner de relieve lo que nos hace sentir protagonistas, los mejores. Esta forma de proceder, este complejo sistema de autoengaño ha sido causa de miseria, muerte y guerras. Pero conocer estos mecanismos de nuestro cerebro narrador desempeñan un papel fundamental en la ficción, en los relatos periodísticos, en las novelas. Quienes dominan este estilo enganchan a su público y lo convierten en dilecto y hasta adicto de sus publicaciones.
Estos mecanismos cerebrales explican el éxito del columnismo en México. Muchos textos rozan la perfección. Su estructura es como la de una novela: tiene sentido, sigue la lógica de una trama y su lectura se disfruta. Poco importa el apego total a la verdad. El villano en turno sufre dolor y humillación. Nos indignamos en caso de identificarnos con el personaje que, en el relato, en la columna, fue arrojado del Paraíso y confinado al ostracismo. Y si nos es antipático, gozamos con su flagelación. Cuando hay un héroe ocurre un proceso semejante. La desventaja genérica del columnismo quizá sea que entretiene sin más. En tanto, muchos de los graves problemas de las personas son invisibilizados. Los asuntos trascendentes, que afectan nuestra vida, usualmente no son abordados. Preciso: pocas columnas, las menos, se ocupan de las materias que realmente importan y afectan nuestra vida. Parece un desperdicio de talento que prime el columnismo de cotilleo.
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