Cuando lo abracé, sentí el milagro de Dios hecho carne. El alma me volvía al cuerpo. El espíritu era uno solo, un mismo sentir. Y es que el calvario de tan solo pensar cuándo volvería a verlo era una agonía, una asfixia que me apretaba la garganta y que se convertía en coraje, tristeza e impotencia por tan grande injusticia y deshonor no a uno, sino a más de 200 mil soldados que sacrifican tanto y entregan la vida por México. También fue un agravio para millones de mexicanos horrorizados y encabronados por la prepotencia estadounidense y sus investigaciones fabricadas que pisotearon nuestra soberanía. ¡Ya basta!
Ahí estaba yo, abrazando a Mi General Cienfuegos, tan solo unos días después de su llegada a México, con las lágrimas convertidas en agradecimiento. Un milagro gracias a Dios. Si algo siempre me pregunté en este mes de tanta frustración y dolor, fue: ¿qué le estarán dando de comer a Mi General? Así que no pensé dos veces en llevarle su Café San Carlos, tamales de chipilín con pollo, chipilín con queso, tamales de mole, pictes (tamales de elote), tortillas y tostadas de nopal, queso de Cintalapa, jocote con nanchi curtido, cacahuate deshidratado, mole y por supuesto Comiteco Don Elías.
Anita sentada en el brazo del sillón donde estaba sentado Mi General, siempre junto a su padre, acariciándole el brazo, la mano, la cabeza, besándole la sien. Esa fotografía, como cuando de niña te sientas en las piernas de papá y sabes que no hay lugar más seguro. El papito de cuatro princesas estaba de vuelta en casa. Gracias, señor presidente.
Todos teníamos un lugar asignado en la mesa. Los siete que compartiríamos ese reencuentro con la amistad, la familia, así unidos, agradecimos a Dios por el pan y la sal. Igualmente agradecimos por estar juntos celebrando la vida, la libertad, la justicia y el milagro. Mi lugar en la mesa fue junto a mi preciosa Bertita, esposa entregada que dejó sordo a Dios por tanto clamor, que llenó de ruegos y súplicas al Justo Juez, testimonio fiel de la gracia de El Padre. Comió en todo momento tomada de la mano de Mi General, con esa complicidad única que solo el verdadero amor es capaz de lograr. Ese amor que todo lo sufre, que todo lo soporta. El señor de la casa estaba de regreso. Gracias, señor presidente.
Mientras comíamos la plática era variada. Llorábamos, reíamos, reflexionábamos, pero sin duda, el sentido de agradecimiento predominó en todo momento. Escuchábamos conversar a Mi General cuando Mateo (mi hijo pequeño) vino hacia mí con desesperación. Le dije “Guarda silencio, está platicando el General” y él insistía: “Pero mami, tengo que decirte algo urgente”. Mi General se dio cuenta de los susurros e interrumpió lo que conversaba para preguntarle a Mateo “¿Qué pasa hijo?”. En ese momento Sabinita (mi hija mayor) levanta su mano diciendo: “Se le cayó un diente a Mateo”. Sin pensarlo, Mi General aplaude y grita genuinamente “bravo, Mateo eres un chimuelito, ven Mateo, chócalas, campeón”. Lo abraza, le hace fiesta, todos aplaudimos, reímos. Mateo, feliz, se retira a jugar pensando en El Ratón Pérez. Mi General, en ese momento, con profunda sensibilidad nos dice: eso hay que festejar, los acontecimientos de los hijos, estar juntos, unidos, agradecer por la comida, poder respirar, tener vida.
Las empanaditas, el mole, los chilitos rellenos, el arroz, las salsas, toda la comida había estado deliciosa, estábamos en el café, degustando una gelatina con durazno. Había caído la noche. De repente, Danielita (mi hija de en medio) se levanta de la mesa y dice: “Mi General, estamos muy agradecidos con Dios por tenerlo con nosotros nuevamente. Quiero dedicarle una canción de María Grever: Alma mía”. Preciosa interpretación de Dani, llena de sentimiento, todos conmovidos aplaudimos, mientras Mi General se paró abrazarla.
Se despedía el Almirante Vidal Francisco Soberón Sanz, leal y solidario quien dejó de ser amigo para convertirse en hermano de Mi General; Gina (su esposa) es de esos seres que uno conoce y pareciera que son almas que siempre han estado cerca. Fue lindo que nos uniera el milagro. La tarde maravillosa estaba por terminar.
Me encuentro profundamente agradecida con Dios, la vida y los Cienfuegos Gutiérrez por vivir ese momento privilegiado. Mis hijos y yo nos sentimos muy honrados por esa tarde maravillosa de bienvenida, de reencuentro, de festejar el milagro. Nos despedimos sumidos en esa paz indecible, con el sabor de haber respondido con lealtad a la amistad y el cariño profundo. Nos llevamos, como siempre, la gran generosidad de Mi General Cienfuegos. Gracias siempre, nuestro muy querido General.
No dudo que el Gral. Luis Cresencio Sandoval González siempre estuviera convencido de la inocencia e injusticia de la que fue objeto Mi General. Mi respeto y reconocimiento para lo que pudo abonar ante la infamia, incluso, en contra de su institución.
Su intervención, señor presidente Andrés Manuel López Obrador, para regresar a México al General Salvador Cienfuegos Zepeda, fue contundente. No solo regresó al papá de cuatro y al esposo de una familia digna, unida, que sufrió el atropello más grande en su integridad, sino también a una figura invaluable para amigos, subordinados, compañeros de armas, de antigüedad y promoción. Nos regresó a un hombre ejemplar e intachable, un hombre recto, sensible y leal. Siempre creímos en su inocencia.
Al creer usted, señor presidente, en la gran injusticia y agravio cometido por la DEA contra el General ex Secretario de Defensa Nacional y contra la integridad de soldados y marinos leales con la patria –siempre comprometidos con la sociedad y subordinados a cabalidad con su gobierno– también creyó usted que habría que devolverle la dignidad al Ejército Nacional. Señor presidente, usted regresó la dignidad a generales, jefes, oficiales y tropa, frente al atropello más grande a la institución que guarda la soberanía de todos los mexicanos.
Por todo esto, muchas gracias, señor presidente.
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