Scott Davidson Professor of Philosophy, West Virginia University
La decisión del presidente estadounidense Joe Biden de indultar a su hijo, Hunter, a pesar de haber sugerido anteriormente que no lo haría, ha reabierto el debate sobre el uso de esta potestad presidencial.
Hunter Biden se librará de posibles penas de cárcel no sólo por sus condenas por delitos relacionados con las armas y los impuestos, sino por cualquier “delito contra Estados Unidos que haya cometido o pueda haber cometido o en los que haya participado durante el periodo comprendido entre el 1 de enero de 2014 y el 1 de diciembre de 2024”.
Durante su primer mandato en la Casa Blanca, Donald Trump concedió un total de 144 indultos. Tras la iniciativa de Biden de indultar a su hijo, Trump planteó la cuestión de los condenados por su participación en el asalto al Capitolio de EE. UU. el 6 de enero, aumentando las expectativas de que pueda utilizar el indulto en sus casos, algo que Trump ha prometido hacer en repetidas ocasiones.
Pero ¿debería el poder del indulto quedar únicamente a discreción del presidente? ¿O debería haber restricciones sobre a quién se le puede conceder?
Como estudioso de la ética y la filosofía política, creo que gran parte del debate público en torno a los indultos debe enmarcarse en una cuestión más fundamental: ¿Debería existir el poder del indulto presidencial en una democracia regida por el Estado de Derecho? ¿Cuál es, después de todo, el propósito de esta gracia?
De raíces reales…
Black’s Law Dictionary, el libro de referencia para términos jurídicos, define el poder de indulto como “un acto de gracia… que exime al individuo al que se le concede del castigo que la ley inflige por un delito que ha cometido”. Aunque la facultad de indultar es probablemente tan antigua como la política, las raíces del indulto presidencial en Estados Unidos se remontan a la legislación inglesa.
El Parlamento inglés puso legalmente un poder de indulto absoluto en manos del monarca en 1535, durante el reinado de Enrique VIII. En los siglos siguientes, sin embargo, el Parlamento impuso algunas limitaciones a este poder, como impedir los indultos de delitos escandalosos y los indultos durante un juicio político.
Los Padres Fundadores siguieron el modelo inglés al establecer los poderes del poder ejecutivo en el Artículo II de la Constitución de Estados Unidos. La sección 2 de ese artículo otorga específicamente al presidente el “poder de conceder indultos y perdones por ofensas contra los Estados Unidos” y reconoce una limitación a este poder “en casos de juicio político”.
Pero las raíces antidemocráticas del poder de indulto fueron un punto de discordia durante la redacción y ratificación de la Constitución. En un debate de 1788, el delegado de Virginia George Mason, por ejemplo, dijo que el presidente “no debería tener el poder de indultar, porque con frecuencia puede indultar delitos que él mismo ha propiciado. Puede suceder, en algún día futuro, que establezca una monarquía y destruya la república”.
La preocupación de Mason identifica claramente este vestigio de los poderes absolutos de la monarquía inglesa como una amenaza potencial para la nueva democracia. En respuesta, partiendo del supuesto de que el presidente ejercería este poder con cautela, James Madison sostuvo que la restricción del poder de indulto en casos de juicio político sería una salvaguarda suficiente contra futuros abusos presidenciales.
…al razonamiento religioso
El concepto político del indulto está vinculado al concepto teológico de la misericordia divina o la caridad de un Dios todopoderoso.
El perdón, como señaló el juez Marshall del Tribunal Supremo en la sentencia de 1833 del caso Estados Unidos contra Wilson, se define como “un acto de gracia”. Al igual que en las creencias abrahámicas –islamismo, judaísmo y cristianismo–, Dios tiene el poder de dar y quitar la vida, los reyes ejercen el poder de quitar la vida mediante ejecuciones y de concederla mediante el ejercicio del indulto.
Haciéndose eco del mandamiento del Padre Nuestro de “perdonar las ofensas de los demás”, el libro Leviatán del filósofo inglés Thomas Hobbes afirma que el soberano debe hacer gala de su gracia perdonando las ofensas de quienes, arrepentidos de ellas, desean el perdón.
Sin embargo, esta analogía con la misericordia divina para todos los individuos choca con el principio jurídico de tratar los distintos casos de forma diferente. Si todas las ofensas fueran perdonadas, el perdón se concedería a todos los delitos por igual.
No habría necesidad de hacer distinciones entre los condenados erróneamente y los condenados con razón, o entre los criminales arrepentidos y los no arrepentidos. Todos serían perdonados por igual. El perdón universal viola así el principio jurídico de que cada individuo debe recibir lo que le corresponde. A los ojos de la ley, es imposible perdonar todo y a todos.
El incógnito del perdón
Lo que Hobbes reconoció, aunque imperfectamente, es que el poder del perdón es tan esencial para la vida política como para nuestra vida personal. Ayuda a superar los antagonismos del pasado y abre un camino hacia la paz y la reconciliación con los demás. El acto de perdonar, como dice la teórica política Hannah Arendt, nos permite “empezar de nuevo” y crear juntos un nuevo futuro.
Pero ¿cómo conciliar esta necesidad de perdón con la imposibilidad de perdonarlo todo?
Una respuesta puede encontrarse en la obra del filósofo francés Paul Ricoeur. Ricoeur habla del “incógnito del perdón” (“perdón” se traduce literalmente como “indulto” en francés). Reconociendo la dificultad de convertir el perdón en una regla o norma jurídica universal, Ricoeur sugiere que el perdón sólo puede existir como excepción a las reglas e instituciones jurídicas.
El perdón, en palabras de Ricoeur, “sólo puede encontrar refugio en gestos incapaces de transformarse en instituciones. Estos gestos… designan el espacio ineluctable de la consideración debida a todo ser humano, en particular al culpable”. En otras palabras, tiene que volar bajo el radar de las normas y las instituciones.
El juez Marshall alude a esta idea en su sentencia Wilson. Marshall afirma que el indulto es “el acto privado, aunque oficial, del magistrado ejecutivo, entregado al individuo en cuyo beneficio se pretende, y no comunicado oficialmente al Tribunal”. El indulto permanece de incógnito, o bajo el radar, en el sentido de que es un acto extralegal que no pasa por las instituciones jurídicas.
En estos últimos días de la administración Biden, esta incógnita ofrece un importante recordatorio de la necesidad del indulto, así como de sus limitaciones. El traspaso democrático de poderes siempre lleva implícito un acto de perdón que permanece en el anonimato. Permite un nuevo comienzo en el que la sociedad puede reconocer las transgresiones pasadas de una administración saliente, pero seguir adelante con la esperanza de empezar de nuevo.
Aunque los críticos con el Presidente puedan rechazar los indultos individuales, especialmente los que afectan a familiares, la sociedad no debe renunciar al poder del indulto en sí mismo: aporta una renovación de la esperanza a la democracia.
Sin Titubear
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