El abstruso mensaje de la izquierda

La izquierda impuesta no es doctrina, no es guía de cordura y civilidad.

26 de agosto, 2024 Ratas y rateros 

La izquierda, como todas las manifestaciones sociales, es una rebelión. Desde luego, una rebelión contra el orden que impere; años atrás, generaciones, mejor expresado, tuvimos revoluciones o alteraciones del orden social. Las tuvimos en México en 1910, en Rusia en 1917, por referir era moderna. En esos años no existían denominaciones ni calificativos; eran reclamos de justicia si concedemos opresión a un justo reclamo o si concedemos supresión a lo mismo pero con diferente ángulo de observancia. Abuso, si pretendemos abundar en fórmulas un tanto más acordes con los tiempos y con un léxico que no ofenda la historia. Pero del bolchevismo y de la “bola” revolucionaria de nuestra tierra, heredamos poco o nada de conciencia social, si desestimamos el avance de nuestra precariedad. Los años mostraron la incongruencia de un modelo que acomodaba y daba cabida a un pensamiento que estimulaba el progreso y el mundo de las ideas; nos conquistaban las prerrogativas de un Siglo de las Luces que anunciaba una nueva forma de vivir y de contemplar el pensamiento universal.

Si fue una trampa, lo fue para el mundo que llamamos civilizado. Para todos no lo fue. Las Luces no brillaron por igual en los confines de nuestro mundo, el que conocíamos entonces. Si surgieron las masas, ya existían, en el oprobio tal vez, en la ignominia de ese Pensamiento Universal que brillaba en la Enciclopedia, en ese sustento de valores humanos ajenos a la tragedia del abandono de ese rincón social llamado masas. Si existieron siempre, nadie dio cuenta de ellas. Las generaciones que nos han trascendido, borrraron su huella pero nunca su reclamo. En algún momento de esa historia que nos acecha día con día, en ese afán impecable que recopila nuestros actos, las masas cobraron vida…y voz. En ese franco desafío que la humanidad tienta de cuando en cuando, surgió la mano que extendía la extremidad incorrecta, por natura, para instalar para siempre, la presencia del reclamo de siglos: la izquierda.

La izquierda se hizo presente en guerras, en confrontaciones civiles, en terrenos propios e impropios para siempre mostrar su existencia. Si se busca definición de la izquierda, no se encontrará en su polo opuesto, la derecha, porque la derecha no es privativa de la congruencia y la civilidad. Si alguna vez se buscó el amparo en una derecha simulada o disimulada por igual, para combatir una conciencia social, la verdaderamente reproducida en la carencia y la marginación, el chasco natural es enorme; no existe delimitación entre la infamia y el decoro, no existe frontera amable entre el valor de la entrega y el repudio de una prole.

Pero estos enunciados quedaron confiados a los gobiernos. Los Gobiernos nunca han sido para todos, lo hemos aprendido en esta era y lo hemos repasado en la historia. Aprender no es problema, caer en lo mismo, lo es. Si repasamos un buen número de naciones, veremos con claridad esta sentencia, porque sentencia es; si gustan, nuestra propia nación con una dictadura que culminó en guerra fratricida, ¿ qué guerra no lo es?; Rusia con El Zar Nicolás II, España con Franco, disrupciones de todo tipo, golpes de estado, destituciones, rebeliones, insurrecciones, ejemplos sobran en esa alteración que llamamos, del orden social. Pero el problema no es tan simple, porque en el interior de todo reclamo predomina el acto que por humanidad impera: el poder. Tal vez el poder reúna todas las virtudes del ser humano, pero puede acomodar los más viles preceptos; en algún momento la redención de las masas, que ya hemos descrito, se convirtió en acaparamiento de todo lo terreno, para denominarlo “dictadura del proletariado” para desvirtuar el propósito del conflicto de origen y dictar sobre las reglas contrarias. Nunca fue sencillo, desde luego, las reglas no eran de tenencia, eran de producción. Parecería increíble pero esas reglas que hicieron fracasar el modelo soviético, que hoy es el modelo cubano, no se alejan del pensamiento totalitario y resurgen de esas cenizas como engendro de un pasado irrenunciable y con ese afán de fracaso irredento se le denomina izquierda, pero la izquierda social no es la de un gobierno.

Es, en esa infranqueable interpretación obtusa, que padecemos males modernos que debieron ser erradicados de nuestro cotidiano acontecer y convivir; se instala, en nuestro medio, con el mayor de los descaros, un populismo retador de vida consecuente que emula preceptos por demás sepultos en la historia, que revive enunciados que marean el entendimiento en soberanía, en valores que nunca comulgaron con la captura de sentimientos y emociones, que llenan espacios vacíos de entendimiento con fórmulas pasajeras de un bienestar secuestrado del romanticismo de nuestras letras y tradiciones. No es izquierda lo que puede marcar un rumbo, no es la marcha impulsiva del efecto contrario a la razón lo que impulsa un pensamiento nacionalista y conservador de las ideas que le dieron inicio a toda una nación. La izquierda impuesta no es doctrina, no es guía de cordura y civilidad. No es respuesta a los retos que enfrenta una nación que optó por la apertura y el concierto de naciones libres.

Vendrá la lección mayor, la de la producción y el crecimiento a partir del estanco en ese pronunciamiento estéril de una izquierda socavada y mal entendida. Vendrá sin duda, porque la izquierda adoptada por un gobierno en turno no se convierte en precepto de vida. La izquierda no es trasplante emocional, es, de momento, mensaje confuso, abstruso y es plaga continental.

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Manuel Torres Rivera
Manuel Torres Rivera es egresado de la UNAM, de la Escuela de Contaduría Pública. También estudió Economía y recibió un grado de Master of Business Administration de la Universidad de Tulane. Ha dedicado gran parte de su vida profesional a la docencia y la consultoría. Es socio de Formación y Desarrollo Clave. Tiene pasión por el alpinismo y ha recorrido buena parte del mundo en esta actividad. También por los caballos. Ha colaborado en el programa de Eduardo Ruiz–Healy.
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