Nuestras interminables discordias son el precio de nuestra libertad.
René Girard1
El odio es la pasión humana que más vidas ha aniquilado a lo largo de nuestra existencia. Todas las pasiones están en íntima relación con nuestros deseos. Esta realidad innegable conduce a muchos de los conflictos que experimentamos durante nuestras vidas. Varios pensadores han cavilado sobre esta dimensión de nuestra constitución interna, ya que incurre en la muy famosa investigación filosófica y teológica sobre la esencia de nuestra naturaleza moral. ¿Es el humano un ser más malo que bueno? O, ¿acaso tiende más al bien que al mal? Esta es de las más trascendentales interrogantes que trata de dilucidar la ética. Sin embargo, acerca de nuestra violencia natural, René Girard postuló que nuestra propensión al odio se debe al conflicto que emana de nuestros deseos. Ya que, según el lingüista francés, todos moldeamos nuestros deseos a partir de los ajenos. “Si los individuos se muestran naturalmente inclinados a desear lo que el prójimo posee, o incluso, tan sólo desea, en el interior de los grupos humanos ha de existir una tendencia muy fuerte a los conflictos de rivalidad”2. La razón se encuentra en que, por naturaleza humana, aprendemos a partir de las experiencias con el otro. Por ejemplo, comprendemos el lenguaje a través de la interacción y uso del mismo cuando nos comunicamos con los demás. O, por dar un ejemplo más anecdótico, cuando llegamos a comprender mejor nuestra identidad y caemos en cuenta que replicamos muchos gestos, ideas, locuciones o hábitos de nuestros padres. Normalmente, después de reconocer esta percepción, decimos la muy común frase “soy como mi papá”. Así, nuestros deseos se pueden entender como una imitación de modelos ajenos a uno mismo, por los cuales entendemos nuestros propios deseos e intereses. Esto es lo que Girard llama el “deseo mimético”:
No es sólo el deseo lo que uno recibe de aquellos a quienes ha tomado como modelos, sino multitud de comportamientos, actitudes, saberes, prejuicios, preferencias, etcétera, en el seno de los cuales el préstamo de mayores consecuencias, el deseo, pasa a menudo inadvertido3.
¿Significa que todo lo que deseamos estará en conflicto permanente contra alguien más? No, aunque sí ocurre y sucederá con mucha frecuencia. ¿El deseo mimético es malo, entonces? Tampoco. Estamos “cableados” para que podamos aprender así. Incluso, sin esta dimensión de la imitación, no podríamos acceder a la empatía. Ya que solo comprendo lo que el otro siente cuando yo mismo entiendo que ese deseo lo he padecido de la misma manera. Aprendemos, entonces, gracias a la apertura que configura nuestro deseo, pues “si el deseo no fuera mimético, no estaríamos abiertos ni a lo humano ni a lo divino”4.
¿Cómo se convierte este deseo en odio? Sobre todo, ¿por qué discriminamos si el deseo es el mismo que aquél del prójimo? Como se señaló arriba, no solo imitamos deseos, sino prejuicios. Los cuales, surgen la gran mayoría de las veces de una falta de reflexión o inconsciencia que se alimentan del engaño. Un ejemplo bastante reiterado –que no deja de ser ilustrativo– es el antisemitismo de la Alemania nazi. La propaganda del régimen unió a gran mayoría del pueblo alemán en torno a la mentira –al mito– de la supremacía aria. Y, como lo afirmó Hannah Arendt en su estudio del juicio de Eichmann, el que hayan sido incapaces de reflexionar y cuestionar el régimen frente a sus acciones individuales, propició un modelo y los “mecanismos” miméticos para dar rienda suelta a la discriminación. Por ello, Girard propuso que existen dos modelos de imitación. El de Dios y el de Satán. El modelo de Dios es el camino del perdón. Esta imitación es consciente y voluntaria –su propósito es crear virtudes–. El modelo de Satán, sin embargo, es aquel en que predomina la inconsciencia, lo cual, lo posibilita el ciclo victimario de contagio mimético. Dicho ciclo es el que busca asesinar toda validez, autoridad, respeto y dignidad del carácter de una persona. En muchos casos, se busca acabar con la persona misma5 o con un grupo de personas con rasgos comunes. Así “el mecanismo victimario solo puede funcionar gracias a la ignorancia de quienes hacen que funcione. Se creen poseedores de la verdad, cuando, realmente, son presas de la mentira”6. Este es el fenómeno de la “deshumanización”.
Es un hecho que tendemos naturalmente a discriminar aquello que nos es ajeno, distinto. El aclamado psicólogo Philip Zimbardo escribe que la deshumanización es aquel proceso que hace que ciertas personas vean a otro grupo de personas como enemigos, percibiéndolos como “menos que humanos” –less than human–. Lo cual, posibilita todo trato inhumano bajo cualquier pretexto7. Muchos son los factores que pueden propiciar este proceso. Por una parte, es posible identificar aquel grupo de razones cuya discriminación es fundacional de una cultura –discriminación sistémica–. El ejemplo más común y actual es el problema racial que aún se vive en Estados Unidos donde varios Estados aún padecen de altos incidentes de violencia racial8. Otro grupo de razones son más básicas y tienen que ver con nuestra configuración psicológica y estética, es decir, se basan en cómo clasificamos a las personas por su apariencia. Incluso, cómo las podemos relacionar con personas de nuestra propia historia individual a partir de ciertos rasgos comunes, tanto físicos como de personalidad. Esto es lo que la psicóloga Julia Shaw denomina el “efecto demonio”: “El efecto demonio lleva a creer que las personas que son indeseables de una manera sean probablemente indeseables en todos los sentidos” 9. Es decir, que si tuviste una mala primera impresión de una persona, automáticamente le podrás atribuir más características negativas –que te parezcan indeseables– a esa persona en particular. Lo cual, propicia un grado determinado de discriminación y enajenación. Así, entre los dos grupos de razones recién descritas, es posible encontrar una amplia variedad de intensidades y reacciones que propician que, entre humanos, nos discriminemos. Los efectos son múltiples. Van desde el evitar contactar a una persona, hasta el odio y el deseo del exterminio del ajeno.
Así, retomo la premisa que funciona como título de este breve texto. La discriminación es parte de una pandemia anímica de la cual no nos hemos podido desprender. Incluso, nos es imposible erradicarlo; sin embargo, sí podemos vacunarnos de este mal que nos aqueja. Cuando comprendamos que todos los humanos somos iguales –siendo el dolor el rasgo más igualitario– entonces podremos comenzar a ver al otro como un igual. Esto solo se logra con un desarrollo de la intimidad y reflexión personal sobre sí mismo y el entorno que nos rodea. Ya que, muchas veces, lo único que nos hace falta es entender por qué ciertas personas, con particulares actitudes o rasgos, nos pueden causar la sensación de alienación. La gran mayoría de las veces caeremos en cuenta que, en realidad, el problema está dentro de nosotros10. Por ello, lo que necesitamos es entender nuestras emociones a través de una mayor conciencia de que eso que sentimos o deseamos, también lo hace la otra persona. Y, más allá de querer su daño, se ha de buscar perdonar los errores ajenos y ayudar al otro, como a uno mismo lo han ayudado. Pues no existe persona que logre una buena vida sin el apoyo, cariño y enseñanza de los demás.
1 Girard, René: Veo a Satán caer como el relámpago; segunda edición, traducción de Francisco Díez del Corral; España: Anagrama, 2012, p. 34.
2 Ibídem, p. 25.
3 Ibídem, p. 33.
4 Ídem.
5 Cfr. Ibídem, pp. 62-63.
6 Ibídem, p. 64.
7 Cfr. Zimbardo, Philip: The Lucifer Effect. Understanding why good people turn evil; New York: Penguin Random House, 2007, pp. XII y XIII.
8 “People frecuently lie –to themselves and others. In 2008, Americans told surveys that they no longer cared about race. Eight years later, they elected as president Donald J. Trump, a man who […] hesitated in repudiating support from a former leader of the Ku Klux Klan. The same hidden racism that hurt Barack Obama helped Donald Trump”. Stephens-Davidowitz, Seth: Everybody lies. Big data, new data and what the internet can tell us about who we really are; New York: HarperCollins, 2017, p. 12.
9 Shaw, Julia: Hacer el mal. Un estudio sobre nuestra capacidad infinita para hacer daño; traducción de Álvaro Robledo; España: Planeta, 2019, p. 91. Énfasis del texto original.
10 Aludiendo a la cuestión racial en Estados Unidos, amplío esta idea con el siguiente ejemplo. El problema de la discriminación –en términos de migración– se debe a que muchas personas creen que los inmigrantes se roban el trabajo de los estadounidenses, aunado a la creencia diseminada por grupos más radicales que los mexicanos, en general, solemos ser “bad hombres” –he aquí el aludido “efecto demonio–. Además de ser una explicación bastante burda, tiene la falencia de ser reduccionista. Ni todos los mexicanos somos narcotraficantes, –ni, en general, malos– ni es verdad que los inmigrantes se roban los trabajos. Muchos mexicanos, por ejemplo, aceptan empleos difíciles por menor pago. Lo cual, no es que el inmigrante robe empleo, es que está dispuesto a trabajar más con vistas a sobrevivir. Esto puede propiciar que se cumpla lo que Hegel había afirmado en su momento sobre el que desempeña un rol de servidor (la dinámica del amo y el esclavo). Pues quien se esfuerza más, logra prepararse mejor. Así, un inmigrante que necesita trabajar más, lógicamente, se prepara mejor que aquel nativo quien no se esforzó de más. Irónicamente, es una dinámica propiciada por el sistema capitalista económico que forma parte de su identidad nacional.
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