Con el paso de los años, algunos ciclos se repiten. La definición secundaria que hacemos de nuestra propia persona durante la adolescencia, de forma curiosa se repite cincuenta años más adelante, cuando somos poseedores de un legado histórico familiar dentro del cual buscamos encajar o, mejor dicho, definir un lugar para la posteridad, con miras al día cuando futuras generaciones revisen el árbol genealógico para conocer a los ancestros de los cuales provienen.
Médico de profesión, no hallaría a qué familiar atribuirle la carga genética que me pudo haber llevado por ese camino. El más cercano fue mi tío César, hermano de un tío político, ginecólogo de profesión, que hizo las veces de médico de cabecera para la familia. Sabedor de mis inquietudes profesionales, durante la preparatoria me permitió entrar al quirófano de la clínica donde trabajaba y vi mi primera cesárea, mi primer parto y mi primera craneotomía, entre muchos otros procedimientos. De igual modo atestigüé la primera muerte de una paciente, cuando los recursos médicos no lograron ganarle la carrera a la enfermedad.
Ahora bien, con relación al oficio de escribir, sí traigo tinta en la sangre. Esa pasión que experimentaba desde pequeña tenía una causalidad evidente: Mi condición de hija única dentro de un hogar paterno estricto, me llevó a escribir para comunicarme, no tanto con los demás como conmigo misma para que al ver reflejados mis pensamientos, comenzara a desmadejarlos. En esas primeras etapas sabía poco de la influencia por el lado paterno. Fue hasta después cuando supe que el abuelo Esteban había sido columnista de El Universal, fundador de una editorial en La Habana, a donde debió escapar cuando su ideología política lo puso en riesgo de muerte. Gracias a su labor editorial publicó diversos libros de correligionarios que, de igual modo tuvieron que exiliarse en la isla de Cuba. Fue cuentista y novelista pero no tuve conocimiento de ello sino hasta mis inicios en el mundo periodístico, por motivos que no vienen al caso.
Recuerdo en 1975, cuando me presenté al entonces diario La Opinión en Torreón, con mi primera colaboración, una que nadie me solicitó, pero que yo estaba propuesta a que me la publicaran. Serían unas 450 palabras que, luego de tanta revisión, había aprendido de memoria. Tal vez les causó gracia a las jefas del rotativo, hijas de su fundador Rosendo Guerrero, que me lo aceptaron sin ponerle peros. Así tal cual, entró. Fue entonces cuando descubrí el mundo de la palabra escrita, como quien se zambulle por primera vez dentro de una alberca sin límites y se identifica a tal grado con su naturaleza que comienza a convertirse en criatura acuática para el resto de sus días.
Digo todo lo anterior, pues descubro, con tristeza, que mis investigaciones no han hallado una fecha en la que se conmemore la creación de la imprenta por Gutenberg en 1450, evento que en definitiva partió en dos la historia, pues amplió de manera exponencial los alcances del pensamiento alrededor del mundo. De hecho, el término Jikji (que figura en el título de esta columna) fue en realidad el primer sistema de piezas móviles para armar tipos e imprimir. Ello ocurrió en China en el siglo 14, aunque con anterioridad, hacia el siglo nueve de nuestra época, se tienen documentados los primeros tipos de sistemas de prensas en Oriente, unas a base de arcilla, otras en madera, y finalmente uno de piezas metálicas móviles (Jikji), con el que se imprimió un texto religioso intitulado “El Sutra del diamante”, del cual se conserva un ejemplar en el Museo de la Imprenta en Lyon (Francia).
La impresión digital ha dado un brinco enorme en lo que a difusión de novedades se refiere. Quiero imaginar que la diferencia con el sistema tradicional de impresión en linotipo es tan abismal como sería una litografía de un original: Facilita la difusión, recorta gastos, pero merma su calidad. Tengo presente las primeras veces que entré a la sala de imprenta de algún rotativo, me sentía como quien se introduce, casi de puntillas, a un recinto religioso. Recuerdo los sonidos toscos de las grandes máquinas, contra los musicales de las galeras mientras se iban rellenando con los tipos metálicos a una velocidad de prestidigitador, con los tipos colocados en espejo. Recuerdo el olor de la tinta que sentía entrar por los poros, y la vibrante etapa de impresión, moviendo el papel revolución a toda velocidad mediante una banda que avanzaba de arriba abajo, hasta el área de corte y doblado. Esa magia portentosa que se daba en medio de un barullo interminable de máquinas Remington tecleadas a toda velocidad por los reporteros que entraban y salían de las salas, con el cigarro en mano o entre los labios. Un ámbito que se antoja tan complejo, pero en realidad es tan lógico y ordenado dentro de esa locura auditiva que lo puebla.
Antes de la época de la Internet, la búsqueda de notas históricas mediante microfilm era una tarea más solitaria que la actual en la red. Era desplazar la pantalla de acetato sobre la luz hasta hallar aquel dato que confirmaba o desarmaba nuestro planteamiento.
Hay fechas conmemorativas para todo: Especies animales; especies vegetales; comunidades humanas; costumbres; enfermedades; objetos materiales; fechas históricas; deportes. Vaya, hasta “el calcetín perdido” tiene su día, se conmemora cada 9 de mayo. En cuanto a la palabra escrita hay fecha para la libertad de expresión, para algunos es el 27 de abril, para otros el 7 de junio, para algunos más el 14 de octubre… Pero en realidad, una fecha universal para conmemorar la obra de Johannes Gutenberg que venturosamente partió en dos la historia de la humanidad, no la he hallado. Tal vez exista y solo sea mi ignorancia en el tema.
La palabra escrita, herramienta para conocer, analizarnos, comunicar, crear; puentear, erigir; descubrir, dialogar; entrar al mundo de la historia, merece una fecha única, universal e intemporal. ¿No les parece?
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