De la disociación del Yo a la disociación de la Naturaleza y la Cultura 

El planeta Tierra que hoy habitamos ha dejado de ser un regalo divino para que hagamos con él lo que nos plazca.

26 de agosto, 2022

La Tierra ha dejado de ser un regalo divino, para convertirse en la interacción, interdependencia, coexistencia y coevolución del Reino Mineral, del Reino Vegetal, del Reino Animal y de los Seres Humanos. 

Hacer todo lo que esté a nuestro alcance para conservar ese frágil y sutil equilibrio es central para continuar siendo viables como especie. 

Como decíamos en la entrega anterior, no hay forma de exagerar la importancia de la comprensión cartesiana del Yo como “cosa que piensa” y como la semilla de lo que hoy entendemos como individuo. El problema es que esta conclusión nos ha dejado como humanidad algunos precios por pagar. Uno de ellos es que el cuerpo, las emociones, los instintos, etc., hayan terminado por convertirse en un objeto disociado de ese Yo que piensa y otro muy importante es la separación entre Naturaleza y Cultura, como producto del Yo observador que entiende lo que lo rodea como objetos. 

La separación entre el ser humano y la naturaleza puede rastrearse hasta los propios orígenes de nuestra herencia cultural judeo-cristiana. Desde las primera líneas del Génesis bíblico Yahvé crea el mundo tal y como lo conocemos y luego coloca en él al ser humano, creado a su imagen y semejanza. Le entrega el planeta en propiedad para que disponga de él como considere oportuno: “Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra1 ”. 

Para la teología cristiana, Dios coloca al hombre en el centro de su creación al tiempo que se le da libertad para que la use, la administre y la explote en su beneficio. Y este designio no se altera ni siquiera con la expulsión del paraíso. A cambio de esta entrega en usufructo de la Tierra, los seres humanos tienen la obligación moral de glorificar a Dios y, cuando menos en teoría, el uso que hagan de esa creación deberá ponerse al servicio de ese objetivo final. 

Este concepto de poseer la Tierra en usufructo se mantuvo inalterado por milenios, hasta la llegada de la revolución científica iniciada en el Renacimiento, donde a la comprensión original se le dio una vuelta de tuerca: el ser humano estaba en posibilidad de encontrar las claves para entender (y controlar) las grandes leyes universales que Dios había instaurado como estructura funcional e invisible de la Naturaleza. 

En la quinta parte del Discurso del Método afirma Descartes: “Hice ver además cuáles eran las leyes de la naturaleza; y sin fundar mis razones en ningún otro principio que las infinitas perfecciones de Dios, traté de demostrar todas aquellas sobre las que pudiera haber alguna duda y procuré probar que son tales que, aun cuando Dios hubiese creado varios mundos, no podría haber ninguno donde no se cumplieran2”. 

Aquí tenemos los gérmenes del universo mecanicista que se instauró en los siglos siguientes y de los que Newton fue quizá el mayor exponente. Si se descubrían las leyes de la naturaleza que Dios había fijado para el universo entero, entonces podría conocerse con total seguridad el funcionamiento del cosmos. Esas leyes, descubiertas mediante un método certero y fiable, serían interpretadas como la maquinaria de un reloj, un mecanismo perfecto y articulado que una vez conocido daría certeza absoluta respecto al mundo que habitamos. 

En la sexta parte del Discurso, Descartes asegura que las nociones descubiertas le han enseñado que por encima de la filosofía especulativa es posible desarrollar una práctica que permita desentrañar el funcionamiento de todos los fenómenos que nos rodean y con dicho conocimiento, convertirnos en “dueños y poseedores de la naturaleza3″  .          

Uno de los orígenes del concepto de cultura consistía precisamente en asumirse como un contrapeso que explicara que el ser humano no solo operaba como sujeto, teniendo como objeto a la naturaleza, sino que además de pertenecerle, podía alterarla, disponer de ella, manejarla a su antojo incluyendo los tres reinos que la biología reconocía como existentes: el mineral, el vegetal y el animal. El ser humano creó una nueva consciencia de sí mismo a partir de observar, controlar y explotar su entorno y con ello su capacidad de transformar a la naturaleza era directamente proporcional a su capacidad de construir el ámbito de lo humano. 

Esta visión, que ha sido útil e importante en el pasado para catapultar el desarrollo de la civilización, una vez que se ha alcanzado cierto grado de sobreexplotación, se ha convertido en una manera problemática de relacionarnos con la biosfera, de la que lejos de ser propietarios, somos tan solo una pequeña parte que requiere hacer todo lo que esté en su mano para conservar ese frágil y sutil equilibrio que nos permita continuar siendo viables como especie. 

Lejos de estar separados de la naturaleza, que suponíamos que nos había sido dada como un depósito inagotable de materias primas del que podemos disponer a nuestro antojo, ahora estamos en el proceso de entender que somos una especie más de las que forman parte de ella. Es cierto que somos la especie más desarrollada que habita el planeta y que hasta donde tenemos noticia, la única en ser consciente de sí misma y de las demás, pero empieza a quedarnos claro que no podemos desarrollarnos indefinidamente del modo y al ritmo en que lo hemos hecho sin destruir la biósfera y con ella a nosotros mismos.  

El planeta Tierra que hoy habitamos ha dejado de ser un regalo divino para que hagamos con él lo que nos plazca, sino que es el producto de la interacción, interdependencia, coexistencia y coevolución del Reino Mineral, del Reino Vegetal, del Reino Animal y de los Seres Humanos. Y lo que emerge de esa unión es indisociable y mucho más que la simple suma aritmética de sus partes. Se trata de un complejo sistema de sistemas, interdependientes a muchos niveles, y no de una acumulación arbitraria de entidades diversas. 

En el siglo XXI, ante los retos que inevitablemente enfrentaremos, este es el punto de partida del que tendría que construirse cualquier narrativa que pretenda explicarnos el futuro en cualquiera de sus contextos. 

Solo entendiendo en lo más profundo que los seres humanos somos una sola especie, aquejados por los mismos problemas, motivados por retos semejantes, movidos por ideales compatibles y que no somos visitantes en la Tierra, como si se tratara de un grupo de turistas cósmicos, sino que SOMOS la Tierra, SOMOS Humanidad Planetaria, solo entonces será posible construir narrativas que nos permitan desarrollar nuestras potencialidades como individuos y como especie, en armonía con el resto de los elementos que componen nuestra realidad planetaria. 

Nuestra actitud hacia el mundo vegetal y animal, hacia nuestro entorno en su conjunto, tiene que cambiar, pero no para salvarlos de nada, como si se tratara de una decisión magnánima y generosa de la que pudiéramos abstenernos, sino como resultado de entender que, junto con ellos, SOMOS LA TIERRA, y que si continuamos devastando sus recursos, en realidad nos estamos devastando a nosotros mismos. 

Eso produce, en mi opinión, la necesidad inaplazable de un cambio de comprensión muy profundo. El tiempo comienza a apremiar y requerimos entender a la mayor brevedad posible que la naturaleza y el ser humano no son dos entidades disociadas, ni mucho menos contrapuestas. Todo lo contrario, la biósfera terrestre es la casa, el territorio donde el desarrollo humano tiene lugar y que la única forma de ser viables y garantizarnos una existencia en el planeta es aprendiendo a formar parte de ella.  

1 Biblia de Jerusalén. Edición en letra grande dirigida por Ubieta, José Ángel, España, Bilbao-Desclée de Brouwer, 1992, Pág. 22.

2 Descartes René, Discurso del Método, Quinta Reimpresión, España, Alianza, 2006, Págs. 117.

3 Íbidem, Pág. 135

Web: www.juancarlosaldir.com

Instagram: jcaldir

Twitter:   @jcaldir   

Facebook:  Juan Carlos Aldir

 

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