En una época profundamente influida por la comunicación digital, el control, de apariencia sutil, ejercido por la “cultura de la cancelación” sobre los contenidos de las redes sociales terminan por influir de manera directa en la forma en que el individuo construye sus propias comprensiones del mundo y su relación con los demás.
En su célebre aforismo “el medio es el mensaje”, Marshall McLuhan expresó desde mediados de los sesenta esta poderosa realidad que hoy se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad: el uso de teléfonos celulares y de redes sociales ha transformado de manera profunda nuestra forma de gestionar la información, de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás y nuestra manera de entender el mundo. El medio –el dispositivo y la plataforma– se han convertido en el mensaje, y nosotros en un mero objeto pasivo que completa la dinámica replicándola acríticamente hasta la náusea.
Ya no es un secreto para nadie que las empresas de redes sociales y comunicación digital invierten auténticas fortunas en la investigación de los mecanismos más eficaces para retener nuestra atención a cualquier precio, aun cuando el resultado sea debilitarla. Su negocio se sostiene de nuestro tiempo en línea y de nuestra interacción con los contenidos, productos, experiencias que nos son presentadas, pero cada vez necesitamos más y más estímulos para retener menos. La calidad y profundidad del contenido es cada vez menos importante y el criterio central para compartirlo es su capacidad de causar una impresión inmediata.
En una época profundamente influida por la comunicación digital, el control, de apariencia sutil, ejercido por la “cultura de la cancelación” sobre los contenidos de las redes sociales terminan por influir de manera directa en la forma en que el individuo construye sus propias comprensiones del mundo y su relación con los demás.
Tras una larga e intensa exposición a los contenidos y modos de publicarlos en las plataformas digitales, nuestro pensamiento comienza a amoldarse a esa forma de expresión, pero también a esa forma de mirar, donde sólo aquello que nos causa una impresión honda e inmediata nos parece digno de tomarse en cuenta. Ante esta dinámica no sólo construimos una idea “alternativa” y confusa de lo que es real y de lo que es virtual, sino que nos volvemos cajas de resonancia de la misma fuerza hegemónica que nos tiene copados, y por lo tanto, sus mejores y más eficaces promotores.
Jeremy Rifkin, en su texto La civilización empática explica que: “Interpretamos la naturaleza, el mundo y el cosmos según la manera en que interactuamos con ellos. Hasta las metáforas que empleamos para describir nuestra identidad personal y nuestra noción de la realidad se basan en nuestras relaciones de organización. Las civilizaciones agrícolas hidráulicas conciben el mundo en función de metáforas hidráulicas. La Primera Revolución Industrial dio forma a la conciencia ideológica usando metáforas mecánicas. Y la Segunda Revolución Industrial define el universo en función de la electricidad1”.
Mientras que hoy interpretamos la naturaleza, el mundo y el cosmos a través de una pantalla, de una publicación, de un perfil de alguien que –gracias al contenido del propio perfil– nos parece admirable.
Tengo la impresión de que la dinámica actual no dista mucho de lo que ocurría en el la Edad Media entre el individuo común y la religión, donde la creencia estaba tan internalizada en el creyente que cuestionársela era prácticamente imposible. Hoy estamos convencidos que la única forma digna de existir es sobreexponiéndonos en las redes sociales. Y por el otro lado, pareciera gobernarnos la sutil e inconsciente convicción de que sólo lo que conocemos a través de ellas es completamente real, lo que nos orilla a suponer que toda comunicación, interacciones, amistades, compras, conocimientos que nos lleguen a partir de ellas resulta más verdadero que lo que ocurre en la vida material.
En su libro El espíritu de la Ilustración, Tzvetan Todorov nos dice que “El espectador, o el radioyente, o el lector que cree elegir libremente sus opiniones, está necesariamente condicionado por lo que recibe. La esperanza que suscitó internet, la información emitida por individuos no controlados y accesible a todos, corre también el riesgo de ser vana. Lo que escapa al control no es sólo la información, sino también la manipulación, pero nada permite al internauta medio distinguir la una de la otra2”.
Vivimos inmersos en la ilusión de que emitimos opiniones libres, personales y sin ningún prejuicio, y esto ocurre porque no estamos habilitados para ver las estructuras que nos rodean al estar completamente sumergidos en ellas.
Recibimos cada día una innumerable cantidad de estímulos de la más amplia variedad. El inconveniente es que ni un ápice de toda esa información se almacena en nuestra mente de forma neutra o inocua, y en última instancia se traducen en acciones y conductas que llevamos a cabo en piloto automático pero que condicionan nuestro futuro, tanto en el inmediato, como a mediano y largo plazo.
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1 Rifkin, Jeremy, La civilización empática. La carrera hacia una conciencia global en un mundo en crisis. Primera Edición, España, Paidós, 2010, Pág. 180
2 Todorov, Tzvetan, El miedo a los bárbaros, Primera Edición, España, Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores, 2014, Págs. 51-52
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