Quisiera poder escribir sobre otra cosa. Con la velocidad con la que fluyen los hechos y las noticias en nuestra vida este tema tal vez ya sea obsoleto para todos menos para nuestro sistema nervioso. Los mexicanos experimentamos una vez más una de estas situaciones que podemos etiquetar como “Solo en México”.
Según José Luis Mateos, especialista en sistemas complejos del Instituto de Física de la UNAM, las posibilidades de vivir tres sismos de más de 7 grados en la escala Richter en el mismo país en la misma fecha, es una entre 133 225; expresado de otra forma: 0.000751%.
Igual que hace 5 años, traté de mantenerme tranquila durante el simulacro, propósito que nunca logro porque los recuerdos y el efecto de la alerta sísmica son suficientes como para que a todos se nos pongan los nervios de punta. Desde temprano todos compartimos información en redes sociales, fotos y crónicas de los catastróficos terremotos que sacudieron el país en 1985 y 2017, esa evocación de estar parada a la mitad de la calle tratando de no perder el equilibrio, viendo cómo caían piedras y pedazos de fachadas, el clamor de la gente que rezaba en medio de una angustia espantosa, la sensación de que esto jamás terminaría, y después, el silencio.
Personas tomadas de la mano en crisis de nervios, yo aferrada al brazo de un policía que intentaba tranquilizarnos, no sé si minutos u horas después alguien repartía pedazos de pan a los que estábamos allí, nos comunicábamos con nuestras familias, los comercios del centro histórico. En donde yo estaba el 19 de septiembre de 2017, hasta quitaron su música para sintonizar el radio a Fernanda Familiar que apenas podía disimular su angustia y trataba de entender y comunicar lo que estaba pasando.
Luego luego pasaron muchas cosas. Todos los mexicanos estuvimos de una u otra forma involucrados y relacionados entre nosotros. Siguieron semanas de una gran incertidumbre. No sabíamos si podíamos o debíamos retomar la vida, nos sentíamos culpables de sonreír, de pensar en algo más que no fueran las personas sepultadas en los edificios que se habían derrumbado, en los rescatistas que no comían ni no dormían, moviendo piedras tratando de hallar vida bajo los escombros; en los centros de acopio no se daban abasto para movilizar la ayuda que llegaba y canalizarla a donde se pudiese necesitar o no. La necesidad de la población de ayudar era irrefrenable.
Las escuelas permanecían cerradas, se catalogaban los edificios para decidir cuáles tenían que ser derrumbados y el número de gente que se quedaba sin vivienda crecía por día. Caminábamos entre ruinas, señales, acordonamientos, civiles con cascos y chalecos intentando hacer algo sin saber si lo estaban logrando o no.
Fueron semanas, meses de no poder volver a la normalidad, las pesadillas, la ansiedad, el miedo eran los protagonistas de esos días. Buscábamos sin decirlo oídos nuevos para volver a contar lo que habíamos vivido, cómo lo habíamos sentido, que habíamos hecho. Guardábamos en la memoria el ruido de la tierra crujiendo, el sabor del polvo que flotaba en el aire y sí: el olor a muerte que emitían las zonas de derrumbe.
Este 19 de septiembre la vida nos volvió a sorprender, hay quien asegura que nosotros lo decretamos haciendo simulacros, hay quien ya tiene la certeza que este mes siempre tiembla como si fuese algo de temporal, igual que los tornados y huracanes. La verdad es que no sabemos nada. El método científico de un sismo sigue siendo un tema de prueba-error en el que cada nuevo evento telúrico descubrimos o creemos entender una nueva pista.
Después de una semana de un estrés indescriptible y sin precedentes en mi vida, este temblor viene a sacudirme como a cada uno de nosotros de forma personal, a llamarnos la atención de la peor manera y a recordarnos que más vale vivir lo más felices posible y no cargar preocupaciones demás porque siempre hay algo mucho más importante que ver la paja en el ojo ajeno o en el propio.
La razón de que haya temblado tan enérgicamente en la misma fecha no la vamos a entender por más que nos esforcemos, tal vez los hijos de nuestros hijos tengan alguna hipótesis. A nosotros nos queda vivir con inteligencia, agradecimiento y nobleza cada día, porque no sabemos en qué momento el suelo se abre bajo nuestros pies y nos volvamos historia.
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