Hace miles de años, antes de que conociéramos los aspectos más elementales del funcionamiento del planeta, el ser humano le atribuía a la naturaleza un cierto nivel de consciencia. Desde aquella perspectiva era posible suponer que un volcán tuviera “ánima”, una especie de vida interior que le permitía ejercer una determinada voluntad, con lo cual entregarle ofrendas para “mantenerlo contento” y así evitar que destruyera la aldea tenía sentido. Desde luego, a ningún vulcanólogo de hoy se le ocurría una solución semejante para salvar un poblado que se encuentra en la trayectoria de una inminente erupción. ¿Eso significa que la tribu del paradigma pre-científico estaba equivocada, que lo que suponían una verdad evidente, no lo era? La respuesta es: depende de cómo se quiera analizar. Si lo vemos desde la experiencia del mundo que se podía tener en aquella época, se trataba de una verdad incuestionable: si ellos estaban vivos y estaban conscientes de sí mismos, no había ninguna razón evidente para que no sucediera lo mismo con el resto del mundo que los rodeaba. Si lo vemos desde nuestra experiencia del mundo, no hay duda que se trata de un juicio erróneo. Pero nada impide que en el futuro, aún sin tratarse de un ánima de la forma en que lo pensaban en el paleolítico, se descubra que la Naturaleza en su conjunto en efecto posee un cierto grado de consciencia y que lo manifiesta y expresa de modos y bajo determinados códigos que hoy no estamos habilitados para descifrar.
Lo cierto es que son muy pocas de las verdades consideradas incuestionables en cada etapa de desarrollo humano que lo continúen siendo para siempre. Eso nos lleva a la pregunta obvia: ¿cuántas y cuáles de las verdades que hoy nos parecen evidentes e irrefutables dejarán de serlo muy pronto? Pero esto no significa que no existan verdades a las cuales asirnos, tan sólo que debemos entender que se trata de las “verdades de hoy”, mismas que eventualmente serán desmentidas.
La tribu que entregaba ofrenadas y sacrificios al volcán estaba tan en lo cierto como lo estaba Newton al publicar su obra: Philosophiae naturalis principia mathematica de 1687, en la que se describe la ley de gravitación universal y se establecen las leyes de la mecánica clásica como absolutas y aplicables en todos los tiempos y cada rincón del cosmos. Estas verdades indiscutibles lo fueron hasta la aparición de Einstein y el descubrimiento de la relatividad. Desde la perspectiva de la física clásica las leyes descubiertas explicaban el funcionamiento básico del cosmos y eran la llave para desentrañar el resto de los secretos que aun no habíamos desvelado. Hasta que, a principios del siglo XX, una nueva generación de científicos articuló un nuevo relato que defendía el hecho de que bajo ciertas circunstancias las leyes de la física tradicional dejaban de operar y eran sustituidas por otras cuyo funcionamiento encarna un cierto grado de misterio al tender a la indeterminación y la incertidumbre, paradigma opuesto al de la física clásica que se apoyaba en la estabilidad y predictibilidad.
¿Qué es un paradigma?
Un paradigma no es otra cosa que una serie de parámetros que permiten “reconocer” e interpretar la realidad inmediata percibida articulándola en una serie de relatos y narraciones que le den forma y cohesión. Es una estructura de ideas, costumbres, conductas que confirman la existencia en ese mundo percibido. Cada uno de ellos busca, lucha y se impone a los otros en una búsqueda frenética por tener razón, por ser un espejo incuestionable de la verdad, lo que hace más complejo un acuerdo con paradigmas distintos.
Si existe alguna característica auténticamente humana, que pareciera estar presente en todos los tiempos y todas las culturas, es la necesidad de explicarnos el universo en que vivimos. Desde luego, esta explicación, como sucedía tanto con la tribu del volcán como con Newton, se concreta a partir de las herramientas, recursos y conocimientos con que se cuenta en cada tiempo y circunstancia. Einstein y Newton encabezaron diferentes paradigmas dentro de la ciencia, y tanto ellos, como la tribu animista del ejemplo del volcán, habitaron mundos regidos por leyes distintas, aun cuando se tratara del mismo planeta Tierra.
En cada etapa del desarrollo humano se han fijado las conclusiones inferidas en una serie de relatos que, al articularse entre sí, conforman una estructura, un andamiaje narrativo que le otorga sentido y dirección al grupo que lo ha elaborado y asumido como verdadero. Hasta que, de pronto, algo ocurre.
De una forma súbita e inesperada emerge un nuevo conocimiento o se descubre algo que siempre había estado ahí pero que les resultaba invisible para el relato existente. Como si viniera de la nada, como si de pronto se hubiese descubierto un nuevo mundo, se consolida una comprensión que renueva el universo hasta entonces conocido y que permea en todos los ámbitos –económico, político, social, ético, moral, científico, etc.–
Esta innovadora forma de explicar la realidad no sólo es incompatible con el metarrelato hegemónico previo sino que lo hace colapsar, con lo cual la narrativa emergente se cristaliza como la nueva vanguardia que no tardará en asumirse como la verdad que constituye los cimientos de un nuevo metarrelato dominante.
Pensemos, como ejemplo, en un diminuto invento que detonó una revolución social y transformó los paradigmas de convivencia de su tiempo: la píldora anticonceptiva.
En julio de 1961, el laboratorio Searle, con la venia de la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (FDA– Food and Drug Administration) inició la comercialización del Enovid 5 mg, la primera píldora diseñada propiamente con fines anticonceptivos.
Desde luego que una transformación del calado de la que experimentó el mundo en la década de los sesenta del siglo XX no ocurre como consecuencia de un sólo cambio o estímulo. Pareciera que cada paradigma consigue su plenitud y una vez que sus narrativas se consolidan y es entonces que se precipita en una lenta pero constante decadencia, donde las corrientes internas cambian poco a poco de dirección asumiendo una nueva tendencia general, una especie de caldo de cultivo que favorece la formación de nuevas comprensiones que paulatinamente se manifiesta en todos lo ámbitos, dando lugar a una nueva comprensión general, un nuevo metarrelato que sustituye al anterior.
Mientras la píldora anticonceptiva se utilizó como la punta de lanza para una liberación sexual en ciernes, se construye un célebre muro en Berlín, los Beatles aseguran que “all you need is love”, una crisis de misiles amenaza la continuidad de nuestra especie, Marilyn Monroe canta las mañanitas a Kennedy, es asesinado Martin Luther King por tener un sueño de igualdad, Juan XXIII convoca al Concilio Vaticano II, aparecen las minifaldas y el bikini, toma forma una nueva variedad de conflicto global: la guerra fría, surge la contracultura como contrapeso a las convenciones de la tradición, entra en funcionamiento ARPANET –abuelo de nuestro actual Internet–, tienen lugar las protestas de mayo del 68 en París, la primavera de Praga y revolución cultural en China, se realiza el primer transplante de corazón, estallan las protestas antibélicas contra la guerra de Vietnam, se consolida el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos, inicia la migración masiva del campo a las ciudades –lo que da lugar a nuevas formas de urbanismo– y se corona la carrera espacial con la llegada del Apolo 11 a la Luna.
Podríamos seguir por muchas páginas señalando los cambios que se dieron en todos los aspectos de lo humano durante esa década, y si bien es posible enumerarlos como si se tratara de eventos aislados, lo cierto es que si los observamos como hilos de un gran tapiz, podemos percibir un espíritu de conjunto que explica los potentes cambios paradigmáticos que tuvieron lugar en la década de los sesenta y se consolidaron en la siguiente. Luego de este periodo, el mundo jamás volvió a ser el mismo. Las verdades sólidas que dieron sentido y estructura a las décadas precedentes lucían de pronto caducas y anticuadas y parecían desmoronarse como castillos de arena. En apenas unos lustros la familia, la democracia, la política, el trabajo, las relaciones humanas, el ocio, la moda, y un larguísimo etcétera, comenzaron a conceptualizarse de manera diferente.
Cuando un metarrelato se ha configurado se convierte en una manera general y totalizadora de entender el mundo, un pacto tácito que sus miembros –muchas veces de manera inconsciente– suscriben. Aún sin darnos cuenta, el entretejido de narrativas en que estamos inmersos moldea nuestra manera de relacionarnos, las normas morales que aceptamos como válidas, nuestra apariencia externa, el tipo de lugares a los que asistimos, el tipo de casa, coche y trabajo que deseamos tener y hasta la clase de persona de quien soñamos enamorarnos. Las metanarrativas funcionan como las grandes estructuras sobre las que ejercemos nuestra libertad: estructuran el pensamiento y limitan lo que consideramos posible y verdadero.
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