En un mundo donde el asfalto se convierte en un mar de aguas turbulentas y los semáforos son faros en una niebla llena de bocinas estruendosas, se encuentra la Ciudad de México: un laberinto urbano que pone a prueba la valentía y resistencia de todo peatón que se atreva a enfrentarlo. Bienvenidos a un espectáculo de supervivencia, donde caminar por las calles de la Ciudad de México es un acto reservado solamente para los amantes de los deportes extremos.
Un vals con los coches
Imagínense, estimados lectores, una pista de baile majestuosa, donde los peatones deslizan sus pies con gracia y determinación, mientras los coches interpretan una sinfonía de bocinas impacientes. Aquí, el caminar no es un simple acto, sino un vals frenético, una danza de vida o muerte en la que cada paso podría ser el último, y cada esquina puede revelar un inminente ataque de ruedas de acero.
La paradoja de los semáforos
Los semáforos, esas criaturas misteriosas que se posan en los cruces como dioses sin piedad, tienen la capacidad de detener la corriente de la vida misma. Con su luz roja, nos obligan a detenernos como marionetas obedientes, pero su verde nos libera de sus garras para enfrentarnos a la tempestad de autos, motocicletas y bicicletas que fluye sin cesar. ¿Acaso los semáforos son nuestros aliados o nuestros verdugos? Esto es peor cuando, por alguna broma nefasta del destino, uno de esos seres autoritarios de tres ojos, se convierte repentinamente en un cíclope que impide el cruce de los peatones.
Los obstáculos urbanos
Cualquier peatón intrépido que se atreva a retar a las calles de la Ciudad de México debe sortear una variedad de obstáculos urbanos. Las aceras, estrechas, nos empujan a luchar por cada centímetro de terreno. Los baches y las grietas son cráteres inesperados que desafían nuestra habilidad para evitar caer en un abismo del cual, tal vez, no podamos salir. Y los vendedores ambulantes, como árboles frondosos, brotan en las esquinas, ofreciendo delicias culinarias que nos llaman como sirenas tentadoras.
El pecado capital de no poseer un automóvil
En este mundo de asfalto y ruedas, el hecho de no poseer un automóvil se convierte en un pecado capital para el peatón. Es como haber faltado a una reunión de dioses motorizados, quedando relegados a las aceras y los (cada vez menos) árboles que prestan su sombra a los peatones. Aquellos sin vehículo propio enfrentan la condena de una travesía más ardua, sumidos en un sistema que parece haberles arrebatado su derecho a transitar con facilidad por esta urbe.
Las calles concurridas, laberintos sin tregua
Si alguna vez decide usted aventurarse en esta epopeya peatonal, estará destinado a enfrentar calles emblemáticas que desafían su valentía. Como la Avenida Paseo de la Reforma, majestuosa y desafiante, con sus corrientes de automóviles que fluyen como ríos impetuosos. O la Calzada de Tlalpan, donde los peatones son hojas arrastradas por el viento entre la vorágine vehicular. O la Avenida Insurgentes, una cinta sinuosa que atraviesa la ciudad como una serpiente de asfalto.
Así, queridos lectores, caminar en la Ciudad de México es un desafío cada día. Una aventura en la que cada paso es una estrofa, cada esquina es un giro de la trama y cada peatón es un personaje en un cuento épico de supervivencia. En este laberinto urbano, nos convertimos en poetas involuntarios, narradores de nuestras propias epopeyas cotidianas. Si alguna vez deciden aventurarse en el caos de la Ciudad de México sin un automóvil, recuerden meter paquetes tamaño jumbo de paciencia a sus mochilas y bolsas y, sobre todo, una buena dosis de humor. ¡Que la travesía sea segura y que siempre lleguen bien a sus destinos, amigos caminantes!
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