Cálida Guerra Fría

La nostalgia es un producto que vende como pocos; es una tabla de salvación que pasa sobre lo más difícil y rescata lo valedero, lo que nos queda después de que la vida nos da nuestras vapuleadas

31 de marzo, 2022

La vida, decía García Márquez, no es lo que pasa sino lo recordamos y la forma en que lo contamos; somos la suma de nuestros recuerdos, aquella maraña de sensaciones, colores, aromas y sabores que dejan en nuestro ánimo esa sensación de continuidad a la que conocemos por nuestro propio nombre. En particular hay años que recordamos con mayor cariño, son aquellos días en los que, como decía Alfonso Reyes, nos salvamos o nos perdemos y de los que guardamos siempre una lágrima en los ojos.

A ese recuerdo emocionado lo llamamos nostalgia y esa palabra por sí misma encierra ya algo de magia y de secreto. La nostalgia significa algo así como “volver al dolor”, resucitar la pena y contra lo que cualquiera pudiera pensar, la palabra ni siquiera es tan antigua, es apenas de ayer, del siglo XVII y fue acuñada por un suizo para algo así como una tesis doctoral, es decir, es una palabra artificial, un neologismo. Del autor y del origen de la palabra casi nada recordamos, pero la nostalgia es un concepto que se quedó para siempre y tendió lazos a todas las lenguas occidentales, un sentimiento que Pessoa describe como “la alegría de estar triste”. Lo increíble de la nostalgia es que se puede experimentar sobre lo que no se ha vivido, sobre las experiencias ajenas y aún sobre lugares y circunstancias que se observaron en la lejanía, todo porque el secreto de la nostalgia es apoderarnos de la memoria para hacerla parte de nosotros.

En 2001, la Radio y Televisión Española comenzó la emisión de la serie “Cuéntame cómo pasó”, duró veinte años en pantalla y recuperó mucho de la memoria de los últimos años de la dictadura en España, la transición y los primeros años de la democracia; muchos, sobre todo los contemporáneos, o casi, del personaje principal, nos sentimos identificados y recuperamos instantes del entorno mundial en el que crecimos; se hicieron versiones para Portugal e Italia, también para Chile donde se llamó “Los 80”, y en Argentina la adaptación lleva el mismo título que la española. Estas últimas adaptaciones para la audiencia latinoamericana representan también un toque largo de nostalgia, de un poco de los miedos infantiles y adolescentes y de la emoción de crecer y madurar.

La nostalgia es un producto que vende como pocos; es una tabla de salvación que pasa sobre lo más difícil y rescata lo valedero, lo que nos queda después de que la vida nos da nuestras vapuleadas. A diferencia de Argentina y Chile, en México no contamos con una adaptación,  lo cual no deja de ser una lástima. La versión española comienza unos años antes de la muerte del dictador; la argentina unos meses antes del golpe que derribó a Isabelita, y la chilena con la devaluación del peso chileno en los años 80. No sé, me imagino que una bonita versión mexicana podría arrancar con los gruesos lagrimones de José López Portillo, por ejemplo. Como se ve, todas se inscriben en la memoria de los que fuimos los niños de la Guerra Fría.

Pasamos por encima de la Guerra Fría, la sepultamos con la emoción de la caída del muro de Berlín, con los acuerdos previos a la disolución de la Unión Soviética y con la mirada de esa viejita dulce doña Margaret Tatcher, la sonrisa perfecta del hollywoodense Ronald Reagan y la paz del papa peregrino Wojtila; todos magníficos actores de un mundo que echaron abajo para dejarlo, eso sí, patas arriba sin que a la fecha le hayamos encontrado solución ni orden de verdad. La Guerra Fría tenía lo suyo, sí querido lector, cálida guerra fría como la recordamos los que éramos niños.

Los niños de la guerra fría somos sobrevivientes del terror y el miedo. Aprendimos el arte de no ser vistos, de acumular esperanzas y tener el tino de patear el bote para echarlo unos metros adelante con nuestras ilusiones; muchos vivieron en dictaduras, pero todos vivimos en un mañana hermoso que iba a llegar y que me dicen mis informantes, a mi poquito más de medio siglo, ahora si que ya ahí viene, nomás que se pase la pandemia y sus efectos, se tranquilice Putin y se aprenda por fin a no depender de los combustibles fósiles. No me parece más complicado que pensar en que todos esperábamos que Breshnev hiciera buenas migas Carter.

Porque claro, en esa nostalgia, que a veces no es fiel pero sí es hermosa, la guerra fría tenía lo suyo, ya lo creo. Los buenos eran muy buenos, buenísimos; los malos eran muy malos, malísimos y cada uno podía elegir quién era cada cual, es decir, las ideologías al menos servían como una brújula para saber quién era quién y qué pretendía, igual nos ahorcaban a todos, los regímenes se alineaban y brincaban al ritmo de la balalaika o el roncando, o se hacían los vivos tratando de medrar por ambos lados. Con estas series me di cuenta de que el desempleo y el miedo tienen rostros muy similares en Chile, México, Argentina o España.

Cálida Guerra Fría, donde los malos le quitaban a sus hijos para dárselos a crueles komsomoles que los convertían en furiosas máquinas comunistas, donde los buenos eran muy buenos, buenísimos y bombardeaban amablemente Hanoi, derribaban gobiernos en Latinoamérica para hacernos el favor de extirpar las malas influencias extranjeras; al menos nos habíamos aprendido el cuento y no sucedía como ahora con el Zar de la Federación Rusa, disfrazado de corderillo y con democracias disfrazadas de populismos peculiares donde nadie sabe ni puede saber dónde quedó la bolita y nos quedamos, como decía Joan Manuel Serrat, chupando un palo sentados sobre una calabaza.

 

@cesarbc70

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