La autenticidad no es una facultad dada sino que es producto de una construcción deliberada que implica costos elevados, pero satisfacciones profundas una vez que se consigue.
La palabra clave es “equilibrio”: sin reprimir la reacción y el instinto, utilizamos la fuerza interior para privilegiar conductas y convicciones que nos proyecten con plenitud.
A partir de lo dicho en las semanas anteriores, se puede concluir que la autenticidad es, por un lado una construcción y por el otro una amalgama de convicciones y conductas en transformación permanente que siempre se mueve y evoluciona en relación con los demás.
Es aquí donde la reflexión acerca de que si la autenticidad, entendida como dejar fluir libremente los impulsos y deseos que emerjan en cada momento, sin ponerles un filtro y sin reprimir nuestra naturaleza genuina, podría conciliarse con la intención consciente y deliberada de mostrar la mejor versión de nosotros mismos.
Es muy probable que la autenticidad se consolide como un paso posterior, o cuando menos complementario, a la construcción del yo, pues concreta, ya no solo la eterna pregunta de “quién soy”, sino ayuda a encontrar maneras concretas de manifestar esa identidad profunda de una manera que potencie nuestra influencia constructiva en el mundo y en nuestros vínculos con los demás, pero de una forma con la que nos sintamos identificados y satisfechos.
La supuesta gran batalla entre “ser natural” o producto de un proceso racional de autoconstrucción carece de sentido, porque si estás leyendo esto, no vives “por tu cuenta”, no habitas un universo independiente del resto de los seres humanos y llegado a esta comprensión conviene preguntarse seriamente ¿hasta qué punto es razonable defender nuestros impulsos naturales más salvajes, cuando estos, por más que en efecto nos pertenezcan, provocan que nuestras relaciones y vínculos se deterioren o incluso se rompan? ¿Quiénes somos sin los demás? ¿Quiénes somos fuera del mundo gregario? Incluso nuestra individualidad solo tiene sentido en relación a los otros.
Por otro lado, está la renuncia a mostrarnos tal como somos, esa especie de hipocresía de diseño, casi nunca tiene que ver con el impulso de proteger a quienes nos rodean de nuestra naturaleza indomable. De hecho suele ocurrir todo lo contrario: la principal razón por la que solemos renunciar a la autenticidad se asienta en el miedo a ser rechazados, a ser excluídos, a no pertenecer, al terror de no ser apropiados, de no cumplir con los estándares que nos marca el grupo social como “correctos” y necesarios. Y ese pánico al repudio, a la exclusión nos convence de que la convivencia armónica exige anteponer las expectativas ajenas a las nuestras y complacer a los demás a cualquier precio.
La autenticidad va justamente en sentido contrario: no se trata de ningún modo de renunciar a nuestra naturaleza más profunda tan solo por pertenecer, sino de encontrar un equilibrio entre nuestra manifestación genuina en todos los ámbitos y la integración de ése que deseamos ser –y la manera en que nos gustaría mostrarlo– en cada uno de los distintos grupos y contextos de los que formamos parte.
Es probable que hayamos nacido en entornos a los que no deseamos pertenecer, que formemos parte de grupos cuyas costumbres, normas éticas y morales, así como sus conductas nos alejen de quien nos gustaría ser y a los que debamos renunciar, con los costos que esto implica. Es posible que en ese proceso de autoinvención debamos pagar el precio del rechazo y el aislamiento temporal en tanto nuestra manera auténtica de estar en el mundo y en un entorno social propicio para su expresión plena sintonicen por fin.
“Ser auténtico es la más difícil de las poses”, es una frase atribuida a Óscar Wilde. No estoy seguro si realmente lo dijo él o no, pero, quitando el tono de paradoja y sarcasmo, en esencia estoy de acuerdo con esta idea.
La autenticidad no es una facultad dada desde el nacimiento, algo que haya que mostrar o que podamos resistirnos a hacerlo, sino que emerge como consecuencia de nuestro paso por el mundo, pues para manifestarnos en él es indispensable asumir una serie de conductas, posturas y actitudes que proyecten, o bien lo que de verdad pensamos y sentimos, o lo que suponemos que el entorno espera de nostros. Cuando ambos polos coinciden la autenticidad es relativamente fácil de alcanzar pues solo implicará asumir un matiz dentro de la misma gama de colores, pero cuando ambos ámbitos difieren en lo profundo, nos hallamos en una disyuntiva donde las alternativas se excluyen: complazco a los demás comportándome como se espera que lo haga o manifiesto mis impulsos, convicciones y pensamientos sin importar las consecuencias. Cualquiera de las dos posturas que se asuma conlleva consecuencias interiores y exteriores y costos por pagar.
La autenticidad implica una potente tensión entre nuestros impulsos, que nos predisponen a actuar de una cierta manera pre-aprendida, más enfocados en la supervivencia y la autoprotección, y nuestra intención consciente de mostrar la mejor versión de nosotros mismos, que estaría más enfocada en el desarrollo, en la exploración de nuestro potencial, un nuestra evolución y, en última instancia, en las acciones y cambios que debemos llevar a cabo para convertirnos en quien queremos ser.
Ser auténtico implica no tener miedo de manifestar una individualidad que nos contraste de los otros, compuesta en parte por una vertiente irreflexiva, más cerca de los impulsos animales e instintivos y por otro lado la individualidad consciente, aquella que muestra los aspectos personales que deseamos resaltar de nosotros mismos. Estas variables podrían resumirse en una combinación deliberada y en equilibrio entre los impulsos de supervivencia y autoafirmación contra las construcciones racionales enfocadas al desarrollo, el crecimiento y la realización. Y la palabra clave parece ser “equilibrio”, pues se trata de, sin reprimir de manera enfermiza la reacción y el instinto, utilizar la fuerza interior para privilegiar las conductas y convicciones que construyan de mejor manera la concepción de identidad que deseamos proyectar.
Todos poseemos ciertas características de temperamento y carácter que interpretamos como innatas, pero, sean estas las que sean, nadie nace construido sino que se requiere de un proceso de autogestión que nos constituya como personas coherentes y formadas –que no concluidas–. Algunas de estas características las consideramos virtudes y otras defectos. Sin embargo, esta división no siempre resulta tan clara y fácil de discernir. Lo que en una circunstancia específica podría calificarse como defecto, en otra se convierte en virtud. Por eso, mucho más importante que la facultad o característica en sí, dependerá de cómo la gestionemos para que dé, o no, un resultado satisfactorio. Pensemos en alguien que nace con las condiciones perfectas para ser campeón mundial de los 100 metros planos. Nada de esto ocurrirá por las meras características físicas, sino que a ellas habrá de sumarse inevitablemente la intención, el propósito, el entrenamiento apropiado, la alimentación, integrarse a los circuitos oficiales de competencia y un sin número de acciones más para que esa condiciones “naturales” se conviertan en una manera auténtica de estar en el mundo. Pero también está el lado opuesto: aquellos que utilizan sus condiciones excepcionales contra sus propios deseos. En su autobiografía, Open, el ex-tenista André Agassi asegura odiar el tenis y reconoce que si fue número uno del mundo, ganando sesenta títulos profesionales, incluidos ocho de Gran Slam, se debió a que –renunciando a sus deseos auténticos– dio gusto a su padre: “No empecé en el tenis por elección, yo lo odiaba con toda mi alma y lo odié la mayor parte de mi carrera”*.
Sean las que sean nuestras tendencias naturales asociadas con la forma de reaccionar ante un estímulo u otro, ninguna de ellas es buena o mala en sí mismas, sino que se trata de la forma en que aprendamos a modular la intensidad y juzgar con inteligencia cada caso para llevar a cabo las acciones concretas que las situaciones específicas piden, sin que esta gestión deliberada rompa en lo absoluto la autenticidad.
En todo caso, para alcanzar la verdadera autenticidad, es indispensable hacernos conscientes de qué elementos de nuestro temperamento y carácter nos sirven para acercarnos a convertirnos en quien queremos ser y cuáles nos alejan. Para ello conviene mantener una permanente actitud de autoconocimiento para modificar y moldear lo que en cada etapa de vida sirve o perjudica para manifestar esa autenticidad ligada con la creatividad, el crecimiento, la libertad y renunciar a las reacciones que nos aíslan, nos bloquean y nos impiden desarrollarnos. Perfeccionar nuestra habilidad de autogestión se convierte en la diferencia entre percibir la autenticidad como una condena o como un camino de liberación y crecimiento.
Otro aspecto fundamental de la verdadera autenticidad consiste en diferenciarla de la actitud defensiva de la reactividad. A diferencia de ésta, que solemos usarla como escudo para protegernos del otro o de las situaciones incómodas en las que no tenemos control, la autenticidad verdadera nos pone en contacto con una muy humana condición de vulnerabilidad, que nada tiene que ver con ser débiles, sino con lo opuesto: la capacidad de asumir nuestras limitaciones con apertura y presencia, sin evadirlas, sin avergonzarnos de ellas, sin minimizarlas resaltando las ajenas.
La vulnerabilidad se relaciona con mostrarse como se es, en oposición a una postura defensiva, normalmente producida por el miedo –al fracaso, al ridículo, al rechazo, etc.– que nos coloca tras una coraza que lejos de protegernos, nos aísla de la experiencia misma de estar vivos.
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*As.com, Ignacio Albarrán, ¿Qué fue de Andre Agassi, la leyenda que odiaba el tenis?, Actualizada: 3 de septiembre de 2020
Consulta: 17 mayo de 2022
https://as.com/tenis/2020/09/03/mas_tenis/1599113196_160066.html
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