Un ciclo es el tiempo comprendido entre el inicio y el final de una serie de procesos interdependientes, que forman parte de un sistema mayor.
Mientras que el tiempo es el ritmo y la velocidad se despliega a la evolución.
La combinación de ambos –ciclos y tiempo– estructuran nuestra experiencia de estar vivos.
El hecho de que vivamos en una sociedad moderna, sujeta, en apariencia, a una construcción del tiempo lineal y progresivo, y que además deja la sensación de que cada vez transcurre más rápido, no impide que nuestra forma más práctica y significativa para entender el paso del tiempo sea mediante ciclos. Estos periodos acotados de tiempo tienen la ventaja de que no sólo se abren y se cierran, dando lugar a constantes nacimientos, muertes y resurrecciones, lo que nos permite renovarnos de forma constante, dejar atrás pérdidas, errores o circunstancias fallidas lo mismo que generar la pausa en los momentos de éxito, culminación o disfrute personal, familiar o profesional que permite resignificar aquello que hemos conseguido y reinventarnos para la nueva etapa que inevitablemente habrá de comenzar.
Para abordar este tema, en el artículo de hoy nos centraremos en los dos aspectos medulares que conforman un ciclo: su carácter circular y su relación con el tiempo.
Un ciclo –que proviene del griego kyklus que significa círculo o rueda– es el período de tiempo comprendido entre el inicio y el final de uno o una serie de acontecimientos, acciones, procesos o fenómenos sucesivos e interdependientes entre sí que juntos consiguen un resultado, cumplen una función o concluyen una etapa dentro de un sistema mayor, y cuyo funcionamiento depende de que se construya una secuencia análoga de ellos, es decir, que se sucedan una y otra vez. El ejemplo más simple es lo que nuestro calendario llama: un año. Éste está constituido por una sucesión específica de días, que una vez completada, se cierra para dar lugar al inicio de una nueva secuencia. Es decir, que el cierre de un ciclo implica el inicio del otro, que si bien en algunos casos podría no ser idéntico al anterior, sería de características semejantes.
Aquí podemos percibir su esencia circular: en el ciclo elemental del ser humano –nacimiento, niñez, adolescencia, juventud, adultez, vejez y muerte– el nacimiento y la muerte se tocan y de algún modo uno da origen al otro, porque sin nacimiento no hay muerte y sin muerte no hay nacimiento. Un recién nacido sale de la placenta de su madre porque ha cumplido su ciclo en ella y, de no abandonarla, moriría. En cierta forma el nacer mismo es una muerte, un umbral que el no-nato debe atravesar para que, al mismo tiempo que nace a la vida de persona, abandone para siempre su condición de feto, sin que este tránsito sea opcional.
El más básico de los ciclos que forman nuestra vida es el de la respiración. Unas veces más profunda, otras más agitada y unas más serena, pero la inhalación y la exhalación, juntas y sucesivas, conforman una condición indispensable para que exista la vida humana e imposible de interrumpir indefinidamente o por decisión del individuo.
Existen una gran diversidad de ciclos. Los hay Naturales, como los que permiten el nacimiento, desarrollo, reproducción y muerte en infinidad de especies animales y vegetales o de procesos bioquímicos. Estamos sujetos al ciclo circadiano, que se refiere a los ritmos biológicos de las especies –horas de sueño, de vigilia, de alimentación, etc.–. Ya en el ámbito humano hay ciclos económicos, ciclos de vida de un producto desde el punto de vista mercadológico, ciclos culturales, ciclos políticos. Pero también el estudio de una carrera universitaria, un proyecto laboral son ejemplos de actividades cíclicas que tiene una etapa de preparación, un desarrollo y una conclusión. Incluso si, por ejemplo, una empresa familiar pervive a su fundador, deberá necesariamente cerrar y reiniciar un nuevo ciclo.
En todos los ejemplos se percibe la condición de circularidad y por el otro lado, todos ellos están hechos de tiempo, están montados sobre una estructura, un andamiaje temporal.
Y aquí, la pregunta del millón: ¿qué es el tiempo, eso de lo que están hechos los ciclos? Podemos responder como lo hizo Agustín de Hipona: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.
Sin embargo yo prefiero afirmar que el tiempo, si es algo, es el ritmo, la forma y la velocidad como se despliega la evolución. Y ese transcurrir se percibe radicalmente distinto dependiendo del lugar y la dimensión cósmica que se ocupe. Mientras que para una galaxia un milenio no llega siquiera a un parpadeo, para una bacteria unas cuantas horas equivale a la existencia entera. Por eso, más allá de la dimensión humana, que ha diseñado una medición convencional y arbitraria para hacerse consciente de él, un minuto, una hora o un día carece por completo de sentido.
Sin embargo, para nosotros el tiempo, en tanto despliegue evolutivo, resulta medular para la comprensión y la experiencia de la propia vida. Por más que los relojes pretendan medirlo de manera regular y esquemática, el tiempo para los humanos transcurre de formas distintas según el momento histórico y existencial en que estemos inmersos.
Para efectos de este texto, y sin pretender que se trate de una exposición exhaustiva, distinguiré tres maneras distintas de experimentar el tiempo para los humanos.
La primera y más simple, producto de la modernidad –y por lo tanto las más reciente de las tres–, es el tiempo lineal, que consiste en una progresión de segundos, minutos, horas, días, años, siglos y milenios que, aparentemente, no tiene fin. Desde esta perspectiva nacemos en un determinado punto de esa línea temporal cósmica y fallecemos en uno posterior. Y todo aquello que tuvo lugar en nuestra existencia está ubicado cronológicamente en un punto intermedio de esa línea. Esta manera de entender el devenir abrió ante nosotros por primera vez en la historia humana la posibilidad de llevar a cabo una visión panorámica que conectara el presente con el pasado y el futuro. A partir de esta comprensión fuimos capaces de proyectar, de reinterpretar un acontecimiento pasado a partir de un nuevo conocimiento, de comprender nuestra propia finitud de una manera distinta.
Una segunda manera de verlo consiste en experimentar el tiempo como si se estuviera fuera de él; una especie de eternidad que puede durar un segundo, una hora o un día entero. Se trata de momentos en los cuales nuestra percepción se sale del tiempo cronológico, para sumergirse en momentos de inspiración, de éxtasis, de creatividad, de amor, de contemplación donde nuestra cercanía con los acontecimientos no parece estar mediada por nada que no sea la presencia pura y extática.
Y la tercera es el tiempo cíclico, ese que regía a la humanidad anterior a la época moderna, donde el mundo entero estaba construido a partir de segmentos estacionales que se sucedían ordenada y rigurosamente para repetirse una y otra vez, dándole sentido y estructura a la existencia y funcionando como referente para entender el mundo que nos rodeaba. De conocer las estaciones e identificar las características de cada una dependía la supervivencia. De representar los rituales recurrentes que nos mantuvieran a bien con la divinidad dependía la estabilidad del mundo físico. El tiempo cíclico daba lugar a un mundo de significados, a una realidad que dejaba de ser del todo inhóspita en la cual el ser humano podía intervenir, honrar, prever, reiniciar de nuevo luego de cada final, de cada pequeña –o gran– muerte.
A diferencia del resto de las especies conocidas, los seres humanos tenemos la capacidad racional para movernos en las tres dimensiones temporales expuestas según lo exija cada momento de nuestra vida (lineal), cada instante de nuestra experiencia (extático) y cada etapa de nuestro desarrollo (cíclico). De nosotros depende que esa exploración sea cada vez más consciente y profunda para que logremos sacarle el mejor provecho y aprendizaje existencial a cada nueva experiencia de vida.
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Referencias:
De Hipona, Agustín, Confesiones, Primera Edición, Argentina, Losada – Biblioteca de Obras Maestras del Pensamiento No. 4, 2005, Pág. 331
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