«We come nearest to the great when we are great in humility.» Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura.
«We come nearest to the great when we are great in humility.» Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura.
No es que uno sea AMLOver –nunca lo he sido–, pero los contrastes entre la austeridad del presidente electo y el boato de la todavía familia presidencial son abismales.
Hace unos días, López Obrador viajó a Ciudad Juárez y lo hizo como cualquiera de nosotros: en un avión comercial, pasando por los filtros de seguridad, cargando su propia valija, formándose y presentando su identificación oficial al abordar. Así lo vimos en el video que publicó El Heraldo de México: AMLO sin asistentes, sin nadie que le dijera lo maravilloso que es y lo exitoso que será su gobierno, ni nadie que le cargara las maletas o estuviera solícito ante el menor movimiento con un «sí, señor»; sin elementos del Estado Mayor, sin un equipo que lo atendiera como si se tratara de Enrique VIII. AMLO iba solo y jalaba su maleta sin la ayuda de nadie. Y esto a la gente le gustó. Pilotos, azafatas, trabajadores del aeropuerto, viajeros, niños, ancianos, jóvenes, todos querían estar cerca de Andrés Manuel para sacarse una selfie, para felicitarlo y para desearle lo mejor. ¿Usted cree que alguno de los últimos presidentes podría hacer lo mismo o hubiera hecho lo mismo mientras era presidente?
Y aquí el contraste…
En estos días, Angélica Rivera y sus hijas fueron captadas en un café cerca de la avenida Champs-Élysées, en París. Quienes han viajado, saben que esta zona de París, el Huitième Arrondisement (llamémosle octavo distrito u octava circunscripción, de las veinte en que está dividida la ciudad), es una de las más lujosas de toda Europa. Ahora bien, no tiene nada de malo ni de especial ir a la capital francesa a vacacionar si se tiene el dinero para hacerlo, ni tiene nada de malo sentarse en un restaurant esnob y caro; tan caro y esnob como esto: una usuaria holandesa de Trip Advisor se queja en su reseña de que si uno no es lo suficientemente bello y fashion, no le permiten sentarse en la terraza; una usuaria española, también de Trip Advisor, señala que el día que ella fue estaban comiendo ahí los tenistas Rafael Nadal y Carlos Moya, o sea, gente de nivel; otra usuaria, también de España, describe que es el sitio donde más bolsos Chanel ha visto por metro cuadrado. Estamos hablando del Café l’Avenue, de la Avenue Montaigne.
Ya sabemos que Angélica Rivera gana mucho dinero, según se desprendió del triste asunto de la Casa Blanca. Así que puede ir a donde quiera. Ese no es el problema y no somos nosotros nadie para criticarla. Lo que no se vale es que la señora y sus hijas estén custodiadas por guardias del Estado Mayor que se piensan que tienen jurisdicción sobre los mexicanos en Francia y que pueden forzar a un connacional a que les entregue su teléfono celular para borrar las fotos que pudiere haber tomado. Eso es precisamente lo que tiene que acabar ya: el abuso, el sentirse que están por encima de todos, ya no digamos en México, sino aún en Europa; deje usted las leyes mexicanas, por las cuales no tienen el mínimo respeto, sino, el colmo, se sienten por encima hasta de las leyes de la República Francesa.
Un ciudadano mexicano y su hija lograron tomar algunas fotos de Angélica Rivera y su familia en el fancy and lavish Café l’Avenue (c’est tellement sompteaux!). Sí, la señora Rivera y sus hijas tienen derecho a ser esnob y a gastarse varios euros en una ensalada (el lugar es veggie friendly… y muy caro), porque tienen para eso y más; y sí, también tienen derecho a la privacidad y a que nadie las importune; y esos derechos son tan válidos en México como en Francia o en Botswana (tal vez en las zonas del sur mexicano donde dizque se aplicó la cruzada contra el hambre –que resultó ser un fiasco y un desfalco–, quizá ahí nadie tenga el primero de esos derechos). Tal vez este mexicano fue más allá de lo razonable, pero tampoco es que se tratara de un paparazzo profesional que de verdad estuviera causando molestias inadmisibles a la primera dama y sus hijas. Dice el ciudadano que su intención era saludar; ponga usted que no, que de verdad quería importunarlas un poco. Le asiste el derecho a la señora Rivera de molestarse. Lo que no es posible, repito, es la actitud de prepotencia de quienes la resguardan, una actitud que no sólo el presidente y los altos funcionarios esperan de ellos, sino que es una exigencia tal, que el elemento del Estado Mayor debe dar la vida si fuese necesario (y para eso están entrenados; por eso he escrito en otros artículos que sería muy bueno que el Estado Mayor desaparezca, pues constituye una verdadera Guardia Pretoriana a lo Calígula). La condescendencia e indolencia con la que actuó la esposa del presidente («yo no vi, yo aquí estoy muy a gusto en el Café l’Avenue comiendo mi ensalada») y con la que suelen actuar los altísimos funcionarios (y aquí altísimos es literal: se piensan dioses) los hace cómplices de algo que ya nunca más estamos dispuestos a tolerar los mexicanos: que el presidente y la alta clase política se sientan elegidos por Dios y que se crean que pueden hacer lo que sea en donde sea.
Por fortuna el incidente no pasó a mayores. En realidad fue un incidente menor, pero muy revelador. Nos enteramos gracias a que la hija del mexicano wanna-be-paparazzo tomó desde lejos un video sin que los guardias del Estado Mayor se percataran, y así hubo testimonio de la conducta inexcusable de estos elementos.
¿Y sabe usted qué es lo peor de todo? Que estos guardias no los paga doña Angélica Rivera ni don Enrique Peña; los pagamos nosotros: usted, yo, todos nosotros. ¿Le parece justo? Quisiera pensar que las compras de la primera dama y sus hijas –muy afectas todas ellas a los grandes diseñadores, a juzgar por los artículos de Hola, Quién y Caras–, los gastos en las lujosas boutiques parisinas, los pasajes en primera clase, las cuentas en lugares como el Café l’Avenue y la suntuosidad con la que se conducen, son extravagancias que no pagamos nosotros, sino que corren por cuenta de ella y de su esposo. Pero la verdad es que no me hago tantas ilusiones.
La esposa de cualquier presidente tiene derecho a ser esnob, si quiere; pero que lo pague con su dinero, no con el mío ni con el de usted. No se vale que, encima de todo, esas excentricidades se cubran con el dinero de los mexicanos.
Espero que con el nuevo gobierno estas prácticas tan nocivas y ofensivas lleguen a su fin y que muy pronto las recordemos como algo vergonzoso y aberrante de nuestro pasado.
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