Agustín de Iturbide entró triunfal en la Ciudad de México en 1821, y un año más tarde, en julio de 1822, se coronó emperador. La ambición se apoderó de él completamente. Iturbide renunció al trono en marzo de 1823 y salió del país. Finalmente regresó a México y fue aprehendido y fusilado.
Hecho muy significativo y revelador de la historia mexicana fue el asesinato de quien consumó la independencia: Agustín de Iturbide. Para empezar, el oficialismo –del PRI, del PAN, de Morena– ni siquiera lo considera héroe, sino villano. Para que nos demos una idea de lo absurdo que hay detrás de esto, ¿se imagina usted a los americanos matando a sus héroes de independencia? Washington, Franklin, Adams, Hamilton, Jefferson… ¿fusilados? Pero nosotros sí, porque nuestro país fue, es, y seguirá siendo, caótico.
Los realistas desmantelaron el movimiento de independencia con relativa rapidez y facilidad, y a pesar de la tremenda convulsión que se vivía en España. La llamarada de petate que fue el alzamiento de Hidalgo en septiembre de 1810, terminó pronto, y el cura fue ejecutado en 1811. Morelos tomó entonces el liderazgo, pero poco pudo hacer. Hay que recordar que el grito de Hidalgo clamaba fidelidad al rey español, pues Napoleón Bonaparte había coronado a su hermano José como rey de España en 1808. Pero Fernando VII recuperó el trono en diciembre de 1814, así que ya no había pretexto para oponerse a las fuerzas realistas. Así lo entendió mucha gente, y por eso los movimientos insurgentes se debilitaron. Morelos fue aprehendido y ejecutado en 1815. Quedaron algunos focos de insurrección en el sur, al mando de caudillos como Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria, Nicolás Bravo y el español Francisco Xavier Mina, que se unió a la causa. Para muchos, la aventura de la independencia había terminado. No había manera de que las fuerzas insurgentes pudieran imponerse a los ejércitos realistas. Pero algo sucedió; y ese algo se llama Agustín de Iturbide.
El criollo Iturbide era un militar de muy alto rango que había jurado fidelidad a España, al rey y al virrey, y tenía como misión capturar y llevar a la justicia a Vicente Guerrero. En algún momento Iturbide se dio cuenta de su posición: era el hombre fuerte de la Nueva España, tenía a su mando las fuerzas realistas, y quizá empezó a fantasear en convertirse en el amo y señor de estas tierras. Guerrero e Iturbide se reunieron en febrero de 1821 y sellaron una alianza con el famoso abrazo de Acatempan. Proclamaron el Plan de Iguala, en el cual se declaraba la independencia de la Nueva España. Desde luego esto no hizo gracia alguna al virrey Apodaca, que mandó arrestar a Iturbide por traición, pero el daño estaba ya hecho: se erigió un Ejército Trigarante conformado por insurgentes y tropas realistas fieles a Iturbide.
Apodaca fue sustituido por Juan de O’Donojú, quien llegó a Veracruz poco después. Intrépido y ágil, Iturbide se adelantó y tomó al nuevo emisario español; se puede decir que lo capturó para aislarlo, aunque O’Donojú no tuviera consciencia de ello. Iturbide era un seductor, y lo sedujo. Le hizo ver –yo diría, creer– que la independencia era un hecho consumado y que España ya nada podía hacer. Quién sabe qué tanto le haya dicho, pero O’Donojú cayó en el anzuelo y firmó los Tratados de Córdoba en agosto de 1821. Un mes después, el 27 de septiembre, Iturbide entró triunfal en la Ciudad de México, y unos meses más tarde, en julio de 1822, se coronó emperador. La ambición se apoderó de él completamente. Y al ver que gobernaba como un tirano, varios sectores comenzaron a fraguar su caída. Antonio López de Santa Anna expidió el Plan de Casa Mata en febrero de 1823, desconociendo a Iturbide y proclamando la república. ¿Y quién cree usted que se unió a este plan? Ni más ni menos que Vicente Guerrero, el antiguo aliado. También lo hicieron Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria. Todos ellos tenían la ambición de encabezar la presidencia de la inminente república y estaban dispuestos a hacer lo que fuera para alcanzarla.
Iturbide renunció al trono en marzo de 1823 y salió del país. El Congreso emitió un decreto en el que se le consideraba traidor de la patria y enemigo público, de manera que si llegaba a pisar el territorio nacional debía ser capturado y fusilado. No sé si Iturbide supo de este decreto, pero estoy seguro que sus inquietudes e intrigas para recuperar el poder no cesaron. El caso es que Iturbide regresó a México, fue aprehendido y fusilado. Quien consumó la independencia fue aniquilado.
Nuestra historia es una serie ininterrumpida de traumas. Los padres fundadores de la nación mexicana fueron Malinche y Hernán Cortés, hoy tan vilipendiados: ellos encarnan el mestizaje, corazón de la mexicanidad. Odiarlos es odiarse uno mismo. Y por otro lado, el padre de la patria ya independiente fue un español criollo, Iturbide, quien aparece en la historia oficial como un malhechor. Renegar de él también es renegar de lo que es México. Y podríamos seguir con los traumas históricos, pero será en otra ocasión.
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