Sin lugar a dudas, el mejor orador que ha ocupado la presidencia de nuestro país lo fue José López Portillo.
Sin lugar a dudas, el mejor orador que ha ocupado la presidencia de nuestro país lo fue José López Portillo.
El discurso de su toma de posesión fue memorable.
Ante un país sumido en la depresión, impactado por la tremenda devaluación, corolario del sexenio Echeverrista, el peor presidente del siglo XX, a quien le hizo digna competencia alcanzando un modesto segundo lugar, se presentaba como un auténtico rayo de esperanza; su carisma, cultura, personalidad nos hizo creer en un futuro mejor. Los yacimientos petroleros fortalecían la esperanza, nos hizo creer que el daño del populismo era reparable y el panorama era alentador.
El mundo entero estaba a nuestras puertas ofreciéndonos toda clase de productos, tecnología, créditos. Compramos el lema de campaña de “La solución somos todos” y nos aprestamos a meter el hombro para “sacar al buey de la barranca”.
Recuperábamos el liderazgo latinoamericano, teníamos un presidente cercano, ¡que daba entrevistas por televisión!, que nos hablaba del mexicano chicharronero y afirmaba que vivíamos en un estado de derecho.
En mi opinión, el López Portillo de inicio de sexenio fue el último presidente de la dictadura perfecta, su camarilla seguía respondiendo: “la hora que usted diga” cuando pedía la hora y el servilismo endiosante le permitía gobernar al estilo Luis XIV de Francia.
No tuvo quien le dijera al oído al abanicarle el incienso “así pasa la gloria de este mundo” y esto le permitió sacar brillo a su soberbia, enorgulleciéndose de su nepotismo. Cuando empezaron los excesos conservaba la autoridad que impresionaba, la cultura y sus palabras llegaban al fondo del inconsciente colectivo, así que cuando se le hicieron observaciones acerca del exceso de endeudamiento, la continuación del despilfarro gubernamental, el gigantismo de la burrocracia y la falta de probidad de sus colaboradores como el nunca bien ponderado Negro Durazo, los calló desde lo más alto de su soberbia con el lapidario: “debemos prepararnos para administrar la abundancia”.
A lo lejos veo que el fijar esa mentalidad en los políticos mexicanos ha sido el mayor daño que nos dejó este nefasto presidente.
Ya habíamos escuchado en la primaria que vivíamos en un “cuerno de la abundancia”. La riqueza desaprovechada de México se mostraba en todo su esplendor y el medio de participar de ella mediante endeudamiento, corrupción e impunidad era mostrado perfectamente por el grupo en el poder.
Las diferencias ancestrales se agudizaban y los resentimientos se exacerbaban, dando inicio a una avalancha irrefrenable cuyos deslaves nos alcanzan hasta el día de hoy.
La lista de nombres que se ha inscrito en la impunidad y complicidad llena los niveles de gobierno y de fortunas en retiro, ocultas, disimuladas, lavadas, impunes y las jaurías famélicas suspirantes de hacerse partícipes de esos beneficios pululan en todos los rincones de nuestro mapa geográfico, social y cultural.
La Presidencia de la República como institución se ha devaluado a niveles impredecibles por la falta de acción en contra de los Montiel, Ebrad, Moreira, que fomentó la aparición de los Duarte, Borge, Padrés, similares y conexos.
Si el actual presidente quiere recuperar al menos algo de dignidad, no puede permitir que continúe la impunidad y dejar una huella que al menos de base real y efectiva a quien lo suceda para mejorar en verdad la administración de Justicia, ya que la abundancia no fructificó.
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