Maradona ha dejado este mundo. Más allá del futbol, deporte en el que brilló como pocos –quizá el más grande jugador de todos los tiempos–, Maradona es un icono de la Argentina. Es un argentino universal, en el pleno sentido de la palabra, y, me atrevo a decir, uno de los cinco iconos más importantes de aquella hermana nación. Así que partió no solo un genial futbolista, sino una figura de primerísimo orden de la cultura argentina.
Si soy argentinófilo, se lo debo a Maradona y a esa gloriosa selección que ganó la copa del mundo en México 86. Yo estuve en el Estadio Azteca el domingo 22 de junio de 1986. Fui testigo del llamado Gol del Siglo: desde atrás de media cancha, Maradona se hizo del balón, burló a medio equipo inglés y anotó un gol inolvidable. También acudí a la semifinal contra Bélgica y vi marcar a Maradona los dos goles del triunfo. Y estuve en la gran final, domingo 29 de junio, en el Azteca y vi al equipo argentino derrotar a la siempre poderosa Alemania y alzar la Copa del Mundo: vi al gran Diego Armando consagrarse para siempre en el Olimpo del futbol. Para un jovenzuelo de 16 años, como era yo en 1986, aquello fue apoteósico: una razón más para amar el futbol y para amar a la Argentina. Mi amor por la nación sudamericana no empezó con Piazzolla o con Borges, sino con Diego Armando.
Con el Gol del Siglo y la Mano de Dios dicen muchos argentinos que Maradona se vengó de la Pérfida Albión por el asunto de las Malvinas. ¿Hipérbole? Sí. El futbol nada tuvo que ver con la guerra entre Reino Unido y Argentina. Pero la sensación de que Diego Armando burló a 11 ingleses, y en la figura de estos once ingleses a todo el Reino Unido, incluidas Su Majestad y Margaret Thatcher, no únicamente con ese gol majestuoso, sino, más aún, con el otro que metió con la mano y que fue el epítome de aquella descomunal humillación que sufrió la escuadra inglesa; esa sensación, decía yo, no se la quita nadie a millones de argentinos de entonces y de ahora. Se podrá decir que Maradona hizo trampa, que fue un vulgar bribón, y se le podrá reprochar su tremenda jactancia al declarar que fue “la mano de Dios”, pero debo confesar que yo, sin ser argentino y sin que el futbol tuviera nada que ver, sentí una cierta vindicación. Y la sentí ese domingo 22 de junio de 1986, y de algún modo sigo sintiéndola ahora, 34 años después.
Diego Armando Maradona nació en la marginación y en la pobreza. De niño padeció hambre. Mientras las élites de la Argentina miraban a esa masa proletaria y suburbana con desprecio, el niño Diego Armando venció su sino y habló por todos los pobres, no solo de Argentina, sino de toda América Latina. Algunos le reprochan que apoyara a la izquierda, pero qué iba a hacer, si no estar del lado de los descamisados, pues él fue uno de ellos. Muchos no le perdonan que alabara a Fidel Castro, a Hugo Chávez o a López Obrador. Quizá hubieran preferido que loara a Videla, Viola y Galtieri. Algunos más lo miran desde la altivez y lo consideran inculto, un “grasa”, alguien que por más fama y dinero que amasara, jamás pertenecería al círculo de los más ricos y educados de Argentina. Pero Diego Armando, con toda su humildad y pobreza de origen, se irguió sobre ellos y los hizo ver mal. Ese “grasa” se erigió como el icono argentino por antonomasia sobre aquella élite pedante e insensible. Fue Diego, con su 10 a la espalda y sus múltiples defectos, quien dio más gloria y orgullo a la nación Argentina; mucho más que todos los oligarcas argentinos juntos (quienes, para ser sinceros, no han hecho gran cosa más que expandir la pobreza e iniquidad).
No puedo imaginarme a Maradona en la derecha. Tenía que ser de izquierda, aunque se volviera rico. Su triunfo es el triunfo de todos los desposeídos, de todos los que viven sedientos de justicia, y mueren sedientos de justicia porque ésta nunca llega. Y aun cuando Maradona no se lo hubiera propuesto ni estuviera consciente de ello, habló por todos los oprimidos de su país: “si el pibe pudo, si vino desde abajo, si fue uno de nosotros, entonces cualquiera de nosotros puede triunfar”; que aunque no puedan en los hechos ser verdad estas palabras, sí representan la esperanza. Por eso Maradona es ídolo. Y si bien con sus adicciones y agitada vida no dio el mejor ejemplo, nadie puede quitarle que agarró al destino por los cuernos, como si fuese un toro despiadado, y se levantó triunfante, cual Teseo, un Teseo de Lanús, el Teseo de una villa miseria del Gran Buenos Aires.
Dejando a un lado su estrambótica vida, sus adicciones, sus excesos y su postura política –y no solo dejando a un lado, sino a pesar de ello–, Maradona se convirtió en un semidiós del panteón argentino, al nivel de un Piazzolla, de un Gardel, de un Borges, de una Evita, de un Francisco… Quizá nunca podamos comprender del todo lo que significa este futbolista para Argentina, y por eso algunos, con gran frivolidad, harán bromas de su muerte. Lo que es Maradona para los argentinos, para los tifosi del Napoli o para los hinchas del Boca, es algo que muy difícilmente entenderíamos. Vaya, murió un gigante. Y cuando alguien así de grande parte, sin importar la disciplina o parcela de la realidad que haya cultivado, siempre es motivo de tristeza. El futbol no solo es un deporte, es mucho más que eso. Hoy habrá un gran partido de futbol en el más allá y Diego Armando será la gran estrella. Como acaba de decir Pelé, otro grande: Um dia, eu espero que possamos jogar bola juntos no céu (“un día, yo espero que podamos jugar al balón juntos en el cielo”).
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