¡España, España!

No soy un experto en temas internacionales. Me resulta complicado comprender a fondo la situación en Afganistán; hace muchos años, una querida exalumna, de aquellos estudiantes que con los años se vuelven amigos entrañables, trabajaba en la...

25 de agosto, 2021 españa

No soy un experto en temas internacionales. Me resulta complicado comprender a fondo la situación en Afganistán; hace muchos años, una querida exalumna, de aquellos estudiantes que con los años se vuelven amigos entrañables, trabajaba en la misión del ACNUR en aquellas tierras, me envió de regalo un gorro de los pastores pashtún de la región, aquellos que hoy sufren persecución dentro del pandemónium étnico, político y religioso que se ha convertido aquel país. Miro el peculiar sombrero y me pongo a pensar cómo todos en algún momento corremos el riesgo de acogernos al asilo y al refugio como formas de mantener la vida y la esperanza.

En algún servicio noticioso he visto a un pequeño gritar “España, España”… como un salvoconducto, como si de ello dependiera su vida y en efecto así es. Me estruja el corazón y me recuerda los ciclos de la historia, la antiquísima metáfora de la rueda de la fortuna y no puedo dejar de pensar que tal vez el abuelo de aquel soldado que abraza al niño para ponerlo a salvo y ofrecerle una mínima esperanza, pudo también haber gritado “México, México”, en el puerto de Alicante o en Port Bou, tratando de huir del cruel final del alzamiento militar en su tierra.

Hace mucho que nos acostumbramos a la globalización. Mis hijos circulan en todos los modismos de la lengua española, desde los que se usan de modo habitual en Madrid que en los suburbios de Buenos Aires o que he escuchado en los mercados de la ciudad vieja de Panamá; no nos toma ni un segundo encontrar lo que buscamos en la red si sabemos hacer la pregunta correcta y ya no hay libro, película o vestuario que no podamos conseguir de la tienda más recóndita de los centros comerciales de Japón o India; pero se nos olvida que lo primero que globalizamos fue la violencia y la miseria; los ríos  de migrantes y refugiados que no habíamos visto desde las ondas milenarias de la segunda guerra mundial; las olas de desempleo que van de un continente a otro en una economía agónica en la que los indicadores gritan victoria subiendo su PIB y bajando sus inflaciones mientras que los salarios no aumentan, ni el poder adquisitivo ni la esperanza del ascenso social. Y la violencia, la peor de nuestras plagas contemporáneas, viaja a lomos de mulas cibernéticas con la carga de las armas, las drogas, las personas para su explotación y todo, todo en la pequeña pantalla de nuestro teléfono. Y me pregunto si de verdad todavía habrá alguien con un poco de seriedad y de sentido humano que se siga preguntando si todavía requerimos del derecho de asilo y de la práctica del refugio. Hoy más que nunca.

Recordará el amable lector la escena del androide a punto de morir en Blade Runer cuando habla de la Puerta de Tanhausser, aquella mítica escena que nos pone a pensar en dónde podemos los seres humanos poner nuestro acento cuando la inteligencia se ha vuelto artificial, el algoritmo predice lo que pensaremos y decidiremos y cada quién, de alguna manera puede ser prescindible y creo que lo único que nos queda, el único refugio, es el de la compasión, ese extraño sentimiento que se nos anula cada día cuando vemos convertirse el sufrimiento en un espectáculo, cuando parece que el dolor solo ha sido creado para su contemplación descafeinada, teatral y automática.

Compasión es mucho más que tolerancia. Tolerar es lo mínimo que se puede pedir a una persona respecto de otro que es diferente, es pariente cercano de la indiferencia y se basta en la coexistencia más o menos pacífica, pero compasión es una palabra antigua, que estamos tratando de sustituir con una más aséptica, menos dramática y socialmente más aceptable: empatía. Por la empatía comprendemos el sentimiento de los demás, por la compasión participamos de su dolor y tratar de emprender aquello que por esencia parece incomunicable, importa entender las causas y las debilidades, las pasiones y los anhelos, todo aquello que las máquinas no pueden imitar y que nos hace humanos. Nos hace humanos el error y no el acierto, la lentitud y no la inmediatez; nos hace humanos la lucha por comprender y no la lectura predictiva del pensamiento; el dolor y no la indiferencia, la caricia y no la estadística.

Hace más tiempo todavía, una serie de escritores, cantores y artistas inventaron una especie de anarquismo estético, le llamaríamos la filosofía de las pequeñas cosas. Katzanzakis, Moustaki, Serrat… en fin, ellos que nos dijeron que lo que más valía era aquello que los demás despreciaban: el minuto con los hijos, el café en soledad frente al parque, la hoja que se cae del árbol, como decía Serrat que “puestos a escoger prefiero un lunar de tu cara que la pinacoteca nacional”. Y todo aquello nos sonaba lindo y absurdo, cosas de mugrientos y greñudos. Y hoy, cuando veo al niño que espera que lo lleven a un país que ni siquiera sabe dónde está, que abraza a un soldado en el que confía sin tener ninguna otra posibilidad y a la madre que entrega a su hijo con la esperanza de que viva, creo que ellos eran los que tenían razón y que caímos como bobos en la trampa del mundo igual para todos, claro, el mundo desde la pantalla.

 

@cesarbc70

Comentarios


Escribo estas líneas a propósito de un buen amigo y autor respetado, Iván Ballesteros, figura relevante en las letras sonorenses.

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