El pasado miércoles 25 de octubre el huracán Otis tocó tierra en el puerto de Acapulco, en el Estado de Guerrero, en México. La primera de sus características distintivas fue su súbita evolución: en apenas doce horas pasó de tormenta tropical a huracán categoría 5.
México no es un país que se distinga por sus protocolos de prevención, ni por sus capacidades logísticas para prevenir desastres, pero este caso no llevó a tocar fondo. Esto se suma al poco tiempo que hubo para tomar precauciones, que si bien no hubiesen impedido la devastación, porque poco se podía hacer ante la fuerza desatada de la naturaleza, sí habría sido posible prevenido muertes y desapariciones de personas y habría permitido salvaguardar algunos bienes básicos, en especial de la población más desprotegida.
En términos del huracán en sí, la destrucción de infraestructura, tanto pública como privada, fue casi total. Acapulco pasó de ser uno de los principales y más emblemáticos destinos turísticos de México a zona de devastación y aislamiento en cuestión de pocas horas.
Poco puedo decir aquí que no haya sido dicho ya. En este texto lo que busco es, en primera instancia, mostrar la solidaridad plena desde la impotencia de poder ayudar poco. Pero sobre todo, me gustaría proponer una reflexión que incluya la consciencia de que vivimos en un planeta cada vez menos predecible, donde los eventos naturales de estas características serán cada vez más frecuentes, violentos e inesperados, con lo que cada vez serán más los damnificados y ni tú ni yo estamos libres de ser los siguientes.
Me gustaría proponer una reflexión que incluya la empatía hacia quienes lo han perdido todo, desde familiares fallecidos, pasando por la totalidad de sus pertenencias materiales, sus trabajos, sus barrios y hasta, por qué no, aquellos que han perdido inversiones y propiedades de descanso que hasta hace unos días formaban parte de la infraestructura de la ciudad y alimentaban de forma constante la derrama económica de la que vivía la zona.
Abrir un diálogo que exhiba a los “carroñeros políticos” de todos los colores, de todos los partidos, de todas las ideologías, tanto del gobierno como de la oposición quienes, gobernados por la peor de las mezquindades, utilizan la desgracia ajena como trampolín publicitario y como herramienta de descalificación de quienes consideran sus oponentes.
Por ingenuo y estéril que suene, es necesario hablar de unidad, de solidaridad, de respeto para aquel que sufre. Hablemos de la necesidad de enfocar las baterías humanas, presupuestales, tecnológicas en quien más lo necesita. Hablemos de dejar de lado las diferencias, que si bien son legítimas de explotar dentro la arena electoral y política, resultan de una vileza miserable cuando se exacerban en medio de una desgracia de estas magnitudes. Hablemos de los medios de comunicación masivos para exhortarlos a una solidaridad genuina, a renunciar a la estridencia, al amarillismo, y también a dejar de lado, aunque solo sea en este tema, sus agendas e intereses particulares y se enfoquen informar con verdad y ética, desarmando noticias falsas y resaltando los hechos comprobables, sin exagerar ni edulcorar la realidad. Que, de forma valiente y responsable, lleven a cabo las críticas acordes con la dimensión del problema, sin importar hacia quién vayan dirigidas. Hablemos del crimen organizado, ese que se le consiente, ese con quien se negocia, de quienes se obtiene dinero y apoyo para campañas a cambio de “dejarlos trabajar” y que ante las circunstancias buscará fortalecerse en medio de la tragedia sin escrúpulo alguno.
Son demasiadas las cosas acerca de las cuales es posible reflexionar ante un evento de estas dimensiones, pero no se trata de perderse en las palabras y las buenas intenciones. Recuperar la vida y el dinamismo del puerto, no sólo para restablecer su capacidad de recibir los cientos de miles de visitantes anuales en tanto centro turístico, sino como entramado social, como fuente de trabajo, como ciudad habitable, con sus servicios, su infraestructura tomará tiempo y muchísimo dinero del que el gobierno –enfrascado en su obsesión por conservar el poder– no dispone. Hoy Acapulco es ínsula aislada que navega a la deriva, depende todos, cada uno desde su lugar y posibilidades, que retome su lugar dentro de la totalidad de la nación.
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