mayo de 1993

Hay un hombre que camina por la playa en las tardes y escribe sobre la arena distintos nombres.

30 de agosto, 2017

 

Hay un hombre que camina por la playa en las tardes y escribe sobre la arena distintos nombres.

Luego llama cono voces que se pierden entre el retumbar de las olas, y se pierde en el sentido del crepúsculo, hasta confundirse con la bruma que se forma en las primeras horas del anochecer.

Parece un fantasma. Da la impresión de que esa tarea suya de andar sobre la arena, es tan cotidiana como idéntica, pero no es monótona ni rutinaria.

Cecilia era una estrella llegada desde otra dimensión, siempre cerca y lejos de su amado, y siempre a punto de coincidir, aunque sin logarlo por cuestiones de mínimos instantes cósmicos.

Fue así como en repetidas ocasiones descendieron a la tierra en tiempos y distancias discordantes.

Ella se hizo una niña de los espacios abiertos; de la selva y del agua. Deambuló por lugares tan distantes y diferentes, que solamente un milagro pudo lograr su encuentro aquella tarde de los prunos, sobre la montaña mágica del duende blanco que logró reunirlos burlando el conjuro que los venía persiguiendo.

Ella venía de una tierra limpia de bosques venerados; de ríos puros y transparentes.

Había nacido en un momento en el que su llegada fue notoria y notada.

Venía de un reino al que renunció vidas atrás, para seguirlo a él.

A ella le gustaba decir:

“Yo soy tuya desde siempre

Siempre fui junto a ti

Siempre limpié el llanto de tu cara…”

Por eso, los dos sabían que tenían que volver a aquel campo de lágrimas y sueños, en el que el niño que había sido y seguía siendo sin él, se había quedado detenido; así podrían encontrarlo y traerlo finalmente de regreso.

Cuando ella nació (en la tierra), su padre celebró su llegada jubiloso.

Su madre era una amazona salida de la jungla, con los ojos de cielo y cabellos de luz.

Soñaban con un príncipe de cuento para su hija.

Pero sin motivo alguno, las brujas la ligaron en su hechizo con el de Julio, y les negarían el hijo que el Rey Pez esperaba que tuvieran.

Dueños originalmente de un destino común, lleno de luz, fueron así atacados por la oscuridad que los acechaba desde otra dimensión.

Su memoria no podía precisar claramente el origen de ese peligro para su dicha.

Al llegar a la tierra, habían conservado vagamente y con dificultades, la certeza de su amor. Habían olvidado mucho de su pasado; especialmente de sus pasados en común.

El padre de ella venía del otro lado del mar; cerca de los puertos del Norte, desde donde zarparon los vikingos.

Su madre, en cambio, había llegado de un mundo cálido y tropical, exuberante y misterioso.

Él había esperado su llegada toda su vida.

Toda su existencia solamente se explicaba en función de ella. Y ahora, una vez lograda su reunión, en vez de luchar juntos contra la bruja y sus lacayos, estaban separados y a merced de los terribles designios de la hechicera principal.

En la distancia, ominosa y difícil, ella le había devuelto su voz; pero no sus palabras de amor.

Él (entretanto) moría lentamente esperándolas.

Sentía como se congelaba su corazón.

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