No es de extrañar que los seres humanos siempre tengamos tantas ganas de decir cosas —después de todo estamos hechos de palabras—: somos nuestras partes del cuerpo que a final de cuentas se resumen en palabras. Somos lo que pensamos y tales ideas están constituidas por palabras.
Las palabras así mismo estimulan su generación y desarrollo gracias a la interacción con otras palabras; dinámica que ocurre al ser directa o indirectamente afectados por el significado de otras palabras que parecen ser tan diferentes entre sí.
Tales diferencias nunca se habían expuesto de forma tan clara como en esta época; es decir, el éxito de los medios electrónicos ha propiciado no sólo el hecho de darnos cuenta que hay una grandísima cantidad de personas que quieren ser escuchadas, que reaccionan a su entorno, al medio en el que viven, sino que somos testigos de la expedita reacción de las palabras ante el cosquilleo que le producen otras.
Dicho efecto, esa reacción —muchas veces violenta— que tienen las palabras contra otras que entienden como diferentes de buena o mala manera, podríamos pensar que es propia de nuestro tiempo.
Tal vez, por el hecho de sabernos lejanos, de que tal interacción de nuestras palabras con otras distintas se da en otro espacio, uno donde nos deja fuera de peligro.
Es probable que en la antigüedad, donde el ser humano tenía las mismas ganas por hablar como las tenemos ahora —y si no, habría que tomar como ejemplo de expresión la cantidad de libros que se editaban en los siglos pasados, pero sobre todo, el aumento que han tenido hasta nuestros días, donde paradójicamente la cantidad de lectores nunca ha emparejado a los “demasiados libros”: hay más gente que quiere ser escuchada, que personas que quieran escuchar lo que otros tienen que decir—, se mostraba precavido o reacio a hacer públicas sus palabras debido a su contexto social o al hecho necesario de estar presente frente al receptor, teniendo de esta forma, cierto grado de peligro, de confrontación que ahora mismo es evitable con el uso de las redes sociales.
Los medios electrónicos han logrado separar a los hombres; es decir, a las palabras.
Consiguieron encerrar, separar, al emisor y al receptor en cajas de cristal, desde las cuales se pueden lanzar la cantidad de palabras que así consideren sin medir la fuerza y sin pensarlas demasiado puesto que no se corre ningún tipo de peligro con relación al tipo de reacción que podría tener la otra persona al contacto con las palabras.
De esta manera, la consecuencia, la reacción humana al sentido de las palabras, queda suspendida o peor, nulificada.
Esa violenta forma de no-acción crea mayor enojo, mayor carga de palabras que al irse alimentando unas de otras, causan la implosión inevitable (que no necesariamente tendrá un objetivo particular, sino que le puede caer a cualquiera que vaya pasando o se cruce en su camino) en forma, por ejemplo, de descrédito, de descalificación.
Siendo así, las palabras, como los hombres, se radicalizan, generan encono, se muestran con la piel muy delgada; se envalentonan, porque se saben sin consecuencias.
Las maravillosas palabras también se pervierten, vulgarizan. De pronto son irreconocibles después de tanto enfrentamiento. Después de estar en constante lucha unas con otras.
Las redes sociales, principalmente, han conseguido generar la verdadera guerra de palabras, donde la presencia física de las personas queda de lado.
Es mucho más seguro y fácil que las palabras se destrocen, sangren y maten unas a otras, pensando que es la forma más segura de hacer revolución, pues la sangre de las palabras no se ve, no duele, aparentemente.
Sin embargo, no hay guerra más peligrosa que la que no podemos ver.
Y me pregunto: ¿Cuáles serán las consecuencias emocionales, psicológicas, que nos dejará este conflicto entre palabras?
¿Por qué después de lanzar nuestras palabras contra otras, no parece aliviarnos, por el contrario, estimula la generación de más y más palabras, que a su vez nos hace estar más enojados?
¿Qué estamos reflejando como sociedad a través de nuestras palabras?
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