Hace unas semanas tuve la oportunidad de leer Manual de poética para universitarios del escritor y poeta mexicano José Luis Domínguez. Dicha obra es un buen pretexto para hablar precisamente, como se aborda en ese libro, de la función del poeta.
Anteriormente ya he hablado sobre la poesía, he intentado, como muchos más, definirla, localizar sus bordes, intentar rozar su lejana definición.
Hablar de poesía es hablar de todo aquello abarcable, de todo lo conocido, de lo que se nombra, de lo que vemos, eso que nos hace sentir, que nos toca, que nos hace ser lo que somos. Es hablar de las cosas, de nosotros, del otro.
Pero hablar más de aquello inabarcable, de lo que supera los límites de la palabra, de lo que se le escapa de las manos, lo que se escurre en las fisuras de sus límites.
Hablar de la vida —y la vida tal vez sea todo eso que no vemos, todo ese otro lado que se escapa entre la razón y los días—. Hablar de esencias, de intuiciones, de presentimientos. Hablar de lo imposible, de aquello infinito.
Todos tenemos ganas de definir la poesía, porque ésta es misteriosa, acaso indefinible: con cada poema o expresión artística, se intenta vislumbrar o rozar alguno de los límites de la poesía.
Sin embargo, tal aproximación a lo perfecto, a la poesía, es lo que ánima a los poetas, esos necios, a seguir intentándolo, a continuar con la ida al encuentro de aquello que intuyen como la máxima expresión de belleza fuera de lo terrenal, de la carne y que habita, paradójicamente, en nosotros.
Con cada poema es un ir a ese encuentro con la poesía, por definirla, y el poeta no se cansa porque en cada verso, en cada reverso de las cosas encuentra pistas, halla fragmentos de lo imposible, de lo que no puede existir tangiblemente sino a partir de la sensibilidad poética que todos tenemos en el interior de nosotros.
Los grandes poetas, aquellos que han encontrado la poesía más allá del poema mismo, han sido los grandes profetas de su tiempo, esos adelantados, visionarios, los oráculos; esos poetas vaticinadores, anunciadores del futuro, de ese destino que se les escapa a casi todos.
En la antigüedad se creía que los poetas eran profetas, magos, videntes, porque los poetas conocían bien, por sus estudios y lecturas, el pasado, y con ello, podían no solo entender su presente sino prever lo que muy posiblemente podía suceder en el futuro.
El poeta es un terco, busca encontrar la poesía en las cosas, en lo cotidiano (como dice José Luis Domínguez), en esos muros que dan a otros muros, en esas ventanas que dan a los tonos muertos y grises que se alzan en las grandes ciudades.
Y de entre tantas ventanas espera hallarse con aquella que lo asome a ese pedazo de eternidad que solo te lleva la experiencia poética, a la salvación.
El poeta siempre nombra aquello ausente, aquél misterio que queda suspendido entre dos puntos y que siempre está a la espera de ser percibida.
El poeta es igualmente un luchador que va en contra de todo, que con su realidad busca matar el miedo que se engendra en lo cotidiano, ese miedo a no encajar en lo establecido, porque se corre el riesgo de ser relegado a la habitación de los locos, de los que no entienden nada, de los absurdos, de los que nada más sueñan.
Esos grandes obstáculos que genera el qué dirán, son los que supera el poeta, el loco, el que entiende la vida como algo que está infinitamente más lejos de lo que podemos percibir.
El poeta como ejemplo de que se pueden derribar muros al crear fisuras en éstos para derribarlos y entonces cruzar hacia el otro lado, ése que intuimos mucho más cálido, armonioso y menos violento, que el lugar en el que estamos ahora.
Del poeta podemos aprender el valor de la libertad del pensamiento, de la imaginación, del ser diferente, y ser diferente es ser moderno; aprendemos con el poeta a que sí, se puede ir a contracorriente y de esta forma diferenciarnos de los demás.
Y sí, también se puede ser poeta, sin nunca haber escrito un poema, porque ser poeta es una experiencia, un acto, una manera de vivir, una visión e interpretación del mundo.
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