En ocasiones soñamos y al hacerlo traemos de vuelta imágenes que ya han pasado, tal vez, personas que significaron algo para nosotros.
Alguien que anda por ahí me dijo que es posible que aquellos que llegan en los sueños (los que ya no están) son muy distintos a nosotros. Ellos nos presienten desde la lejanía, pero nos perciben tristes y eso nos aleja de esas presencias que ya no cargan con ningún peso inherente a la realidad del ser humano.
Ellos también nos sueñan, nos encuentran en los sueños como nosotros a ellos. Es posible que el encuentro se dé un tanto por el azar, pero al darse, caemos en cuenta que, en el sueño, todo parece cercano y vivo y sin embargo hay una distancia insalvable entre ambas apariciones que las hace imposibles.
Pero basta una banca en medio de la nada en donde se encuentran los que se intuyen inalcanzables para iniciar el recuerdo, para que los murmullos tengan cierta lógica de saludo, de despedida o de acto simple y llano de estar: todavía te pienso y por eso estoy aquí, tal vez, eso signifique, tal vez así lo entienden los vivos. ¿Cómo lo entenderán ellos, “los muertos” que igualmente siguen estando, viviendo, pero en otra parte que se vuelve enigma para nosotros, los demasiado vivos?
“(…) lo que recordamos es aquello que presentimos” (Octavio Paz). Somos los sueños de los que ya se han ido, a veces nos han de recordar y así llegan a nosotros. No tendrán necesidad de dormir, sólo nos piensan y aparecen cruzándose en alguno de nuestros sueños.
Ellos, las presencias que nos sueñan desde el otro lado, viven tal experiencia como una continuación, una extensión de sí mismos, y es entonces cuando la “muerte” no significa tampoco en ellos.
Y hay que repensar la muerte una vez más, hay que inventar otro concepto que nos acerque a tal experiencia, pues la ausencia, la nada, el no estar, la desaparición, etcétera, son conceptos que en sí mismos se sostienen; de igual manera, la tristeza, la nostalgia, el dolor, la pérdida, etcétera, son sentimientos que tienen la suficiente carga de realidad para existir (a la manera que lo entendió Spinoza); es decir, todos estos conceptos tienen su propia definición.
(Por ejemplo, la “ausencia” es no existir, no estar, pero eso acaso es una consecuencia de la muerte, no se puede definir a ésta con una respuesta tan simple. Sólo se puede nombrar aquello que se ha visto o experimentado, que de alguna forma se conoce, ¿y qué muerto ha podido definirse así mismo?).
Hemos creado un gran conglomerado indescifrable de conceptos que dieron como resultado a nuestro Frankenstein: la palabra muerte, ésta que vuelve a desvanecerse, cae sobre su propio peso, sus pilares se vuelven humo y esto se intuye como caída, como mentira.
Intentamos definir a la “muerte” basándonos en el concepto “vida”, quitándole todos sus elementos a ésta, pero esto no es sino vaciar a la palabra, dejarla ausente.
Así, el concepto muerte, la idea y su existencia, como sustancia real, como elemento definible, sigue sin aparecer; resulta que la muerte, una vez más, es otra cosa.
Gilles Deleuze dijo que “la filosofía es una disciplina que consiste en crear e inventar conceptos (…) Los conceptos hay que fabricarlos (…) y para eso debe haber una necesidad”.
La necesidad de encontrarnos con aquellos que se fueron está. La necesidad para llegar a ellos y alcanzarlos está. La necesidad de recordarlos está. Y es muy probable que la necesidad de aquellos “muertos” también esté pues al presentirnos a nosotros los “vivos”, nos recuerdan y de igual manera, al intuirnos en la distancia, tienen cierta necesidad, tal vez menos impulsiva y dolorosa de llegar a nosotros, de poder alcanzarnos.
Fabricar el concepto “muerte” es la gran deuda que tienen aquellos que piensan, ¿algún día podrán lograrlo? ¿Tenemos los elementos (lo conocido por experiencia y conocimiento o lo que se intuye existente) como seres humanos, para generar en su totalidad tal palabra?
Lo cierto es que nunca podremos estar seguros de nuestra razón de ser en esta vida si no logramos descifrar la muerte.
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