Olvidar es “dejar de retener algo en la memoria” o “dejar de sentir afecto o interés por alguien o algo”, ambas definiciones son efectivas y contundentes.
Olvidar sí es dejar que el tiempo haga lo suyo, que de tantos años se vayan borrando elementos de aquello que dejamos en algún momento de la vida, y esto nos produce un dolor, a veces infinito como lo puede ser la pérdida de un ser querido.
Intuimos, en el momento exacto de la pérdida, el olvido. Tal ausencia (y no necesariamente hablo de la muerte) es distancia, ésta que va eliminando, de manera lentificada, las conexiones comunicantes que nos hacía cercano al objeto o persona que se ha ido.
Nos duelen, en realidad, saber que nunca más será lo mismo, que se irán desprendiendo de nosotros las características que nos unían con, por ejemplo, un lugar.
Esto, en relación con las personas queda ejemplificado con las parejas que terminan separándose: duele no el pasado, no lo que fue de ellos sino el futuro, todas las series de ideas, actos y hechos que ya no van a ocurrir, pero que de alguna manera se proyectaron en determinado momento cuando las circunstancias adecuadas propiciaron el enamoramiento.
Con los lugares pasa algo muy parecido. Al irnos de determinado sitio que en su momento nos significaba la niñez y la inocencia y el juego y la no preocupación y la familia, nos duele.
Vamos despidiéndonos —con cierta aflicción o angustia— no de la ideas de futuro como pasa con las relaciones amorosas, sino de lo inevitable, el hecho de saber que se ha concretado la profecía temprana que augura la salida de tal lugar, de ese olvido que poco a poco irá siendo más fuerte en nosotros; es decir, todo lo que nos significó en algún momento al casa de nuestros padres (por ejemplo), irá volviéndose menos importante, al grado de tornarse una casa más: una casa de los padres que sólo seguirá teniendo un valor sentimental para ellos, pero para el que se ha ido, con el tiempo, no será sino el sitio donde se han quedado los viejos.
En ocasiones, al volver a una zona que en su momento nos representó toda una etapa de vida, encontramos recuerdos gratos e imágenes de lo que hicimos allí; sin embargo, ya no seremos capaces de recordar todas y cada una de las líneas que nos hacían íntimos y más cercanos al lugar que ya nos parece distinto porque el olvido ha hecho lo suyo; es decir, lo redujo, lo que sea que hubiese ahí, a ruinas (solo vemos algo de lo que fue: lo que en su momento nos dolió en el alma, ya no se percibe).
Así, al retomar el objeto distanciado, lo percibiremos como algo concreto, como una unidad, en conjunto, y no como cuando éramos cercanos al elemento.
Ahora ya no podremos diseccionarlo para ver la diversidad de sus componentes que lo integran como pasaba antes, porque el olvido ya ha hecho lo suyo, ya ha compactado al objeto, a la persona, a la localidad: ha borrado el rastro emocional, lo doloroso (duele perder el rastro sentimental que en su momento era único).
Queda entonces el recuerdo de lo que fueron las cosas y las personas; quedan resabios de voces y contornos y palabras.
Perder algo es darse cuenta de que las cosas y las personas en realidad tienen su valor en la medida en que la distancia entre ambos es cercana o imperceptible.
Perder algo es darse cuenta de que todos estamos destinados a desprendernos de todos, de perder todo aquello que nos hacía afines en algún determinado tiempo.
Ahí el dolor en la despedida. Nos despedimos de los demás –y de las cosas— sabiendo que nos estamos condenando al olvido, a la distancia que con los meses y años logrará dejarnos en puntos tan distantes que se hará cada vez más difícil el reencuentro.
Y si éste se da, no tendremos la capacidad (muchas veces) de ser los de antes, de tratarnos como en los mejores años, de hablar de las cosas que nos hacían comunes entre sí, porque ya somos otros, porque ya se habrá perdido tanto en el camino.
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