Bertrand Russell escribió que “el secreto de la felicidad es darse cuenta de que la vida es horrible”. Esta cita no es con la intención de ponernos negativos o pesimistas; por el contrario, con esta afirmación se nos abre una puerta llena de posibilidades, de apertura mental.
La felicidad es darse cuenta del entorno en el que vivimos y nos desarrollamos; es decir, ver sus formas más desagradables, repugnantes y que nos hacen sentir incómodos, porque sólo de esta manera entendemos que debemos escapar, hacer algo diferente para no seguir padeciendo la miseria, en todas sus aristas, de la sociedad de la que somos parte.
La vida es horrible un tanto porque ésta es así y no podemos hacer nada al respecto, pero gran porcentaje de esa fealdad la alimentamos nosotros los seres humanos, no sólo incrementándola con actos violentos, corruptos, etcétera, sino con la indiferencia de aquellos que confunden la felicidad personal con la sensación superficial y efímera del estar contento (basta muchas veces con el goce personal repentino, para olvidarse del otro, de los otros), y esto nos lleva a la falsedad: el estar satisfecho.
“Un pueblo asentado es un pueblo perdido, exactamente igual que un individuo obediente” —dijo el filósofo rumano Emil Cioran—, y estar satisfecho o conforme es asentarse para contemplar la podredumbre, la derrota del individuo, el vencimiento del ser humano: ver caer al mundo.
Pero, ¿cómo podemos evitar la caída, la nuestra, la de la sociedad en la que vivimos?: pensando.
Pensar es salvarse, ¿de quién? De los fantasmas que hemos imaginado a partir del gran cáncer mundial que nos mantiene estancados en medio de nosotros mismos: la incertidumbre, el miedo.
“En un momento en que las grandes ideas han perdido su credibilidad, el miedo a un enemigo fantasma, es lo único que les queda a los políticos para mantener su poder” —Adam Curtis (documentalista británico)—: los mexicanos somos los fantasmas de Donald Trump, por ejemplo.
Es importantísimo entonces generar ideas, crear grandes asociaciones de pensamiento para lograr cambios, para quitarnos el polvo, para no incrementar la masa de personas que prefieren “morirse antes de pensar” (B. Russell).
Pensar (leer) es recordar, y para funciones prácticas que nos competen, esto nos sirve para mirar atrás y ver tal cual son a aquellos que ahora gobiernan desde el paraíso de los cínicos.
Desnudarlos para ver lo podridos que están por dentro. Darse cuenta de que en ellos no habita ninguna posibilidad de salvación pues caminan preocupados por salvarse, porque viven con el miedo a romperse, hacerse polvo, quebrarse de tan muertos.
Cuestionar, reclamar y pedir mejoras, para que no se queden en golpes mediáticos o en gritos impulsados por el dolor, debemos procesar cada uno de los problemas que nos aquejan y que nos lastiman y esto se logra con el acto de pensar.
Perdámonos en las ideas y en las figuras que se forman en el pensamiento. Intuyamos qué puede pasar si tomamos tal o cuál camino.
Ya lo escribió Zygmunt Bauman: “el destino no se explica por la naturaleza peculiar de los golpes que da, sino por la incapacidad humana para predecirlos, y más aún, para prevenirlos o domesticarnos”.
Y esa incapacidad no es otra cosa más que el no querer pensar, el agachar la cabeza para no ver el entorno, esa fealdad que nos arruina poco a poco y que creemos es por culpa de los otros, de los que están más allá de las puertas de nuestras casas, y sin embargo también somos parte del horror al inocular el miedo en el interior de nosotros.
No dejemos el futuro de nuestra sociedad en manos de aquellos muertos vivientes.
El arte y la literatura son medios que nos ayudan a conseguir, generar ideas. Con cada nueva idea nos hacemos un poco más libres. La experiencia de libertad completa y profunda se acerca más a la de la felicidad, que cualquier otro elemento estimulante de las sensaciones superficiales.
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