Hay una tendencia a recordar. Recordar, dirá el Dr. Arnoldo Kraus en su libro Recordar a los difuntos, es mirar, pensar: “pensar con la mirada”, y así, tocar.
No tenemos más remedio que recordar, tal vez, esa sea la gran tragedia del ser humano. No poder dejar de pensar, de recordar. Ver que en algún tiempo todo fue mejor, y eso deviene en la experiencia terrible de la nostalgia: el añorar lo perdido ante la precariedad en la que estamos sumergidos actualmente.
Mirar un objeto es revivir todo lo que nos relaciona o nos relacionó con éste, y es cuando le damos un valor sentimental, un sentido mucho más humano y cercano que el que por naturaleza de sus componentes le corresponde.
Nos gusta recordar para saber lo que somos, para mantenernos vivos: “los recuerdos fortalecen el presente”; es decir, nos mantienen conscientes de nuestra existencia, de nuestra razón de ser, pero a su vez, nos compara con aquello que fuimos y así, siempre estamos destinados a perder, porque nadie es capaz de ganarle al pasado, a lo que ocurrió, a las personas que ya no están.
La cena de fin de año nos devuelve un poco de tranquilidad, un espacio confortable, cálido, en el cual nada puede pasarnos, porque así lo sabemos al mirar a la familia, la mesa puesta, la cena, el vino, la sidra, las copas… Todo eso que nos regresa a esa protección de la infancia o de cualquier momento del pasado en el que nos sentimos mejor, menos decadentes, menos solos.
La reunión familiar nos sirve para hacer un recuento de lo sucedido en el año, no solo en el país sino en lo individual. Enumeramos las cicatrices que nos dejó y agradecemos, muchas veces, que el año por fin finalice.
Brindamos por lo que viene, nos decimos que el año venidero será mejor, a manera de placebo para enfrentar esa incertidumbre ocasionada (pasiva o activamente) por las mismas víctimas de siempre, nosotros, el ser humano.
Resulta mucho más sano mirarnos familiarmente, sonreírnos, decir que todo estará mejor, y esto lo acompañamos con una buena y gran cena, y un abrazo que se vuelve necesario para sellarnos y evitar cualquier intromisión que desequilibre y trastoque el momento, para que la historia entre por nuestros ojos y los sentidos, como lo cree Arnoldo Kraus: “cuando al mirar se piensa, los ojos leen o inventan historias” —cada fin de año nos inventamos historias mucho mejores que las anteriores, porque lo imaginado en otros años, ya no basta para enfrentar lo que viene.
Nada cambia después, el día primero es la resaca no de la fiesta, no del brindis, sino de lo dicho: volvemos a la realidad inhabitable, a los problemas económicos, familiares, volvemos a la salud, a los compromisos laborales, a los pendientes que inician colectivamente el día 2 de enero del nuevo año.
Sí, este 2017 pinta peor que otros años, es cierto, nos tocó vivir una era de cambio, lo que antes se pensaba inquebrantable, hoy, se muestra frágil, que puede derrumbarse en cualquier momento (como la economía mundial, y la hipócrita pacificación del mundo).
Y toda historia inventada es un escape, todo acto relacionado con la imaginación es una huida, en este caso, de nuestro tiempo, porque prevemos lo que se nos espera, sabemos lo que viene, intuimos que grandes piedras caerán sobre nosotros una vez inicie el año, eso es lo que ocasiona el temor, esa incertidumbre provocada por un país (para no hablar del mundo) cada vez más endeble por la corrupción y la violencia, pero más que eso, es el no ver ninguna salida para que las cosas mejoren (cada vez más nos vemos obligados a resguardarnos en nuestra individualidad, porque ya no da tiempo de salvar a nadie sin dar la vida a cambio), y entonces el miedo ése que Pema Chödrön definió a la perfección aparece: “el miedo es la reacción natural al acercarse a la verdad”.
Nos hemos acercado tanto a la verdad –lo creíamos imposible— que ya no sabemos cómo lidiar con ella.
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