Es hora de cenar y brindar por nuestra supervivencia, porque llegamos a finalizar otro año, sin tomar en cuenta el cómo lo logramos, a estas alturas el “cómo” no importa, las formas son mera estética.
En un México gangrenado, la belleza exige ser reinterpretada, verla desde otra perspectiva: lo bello está en el sobrevivir, porque “vivir” se ha vuelto un lujo que pocos conocen.
En este año los feminicidios aumentaron considerablemente y nos dimos cuenta que este país no está preparado para detener los impulsos de algunos, sus traumas, su incapacidad de adaptación. A las mujeres, este 2016, les costó sangre y vejaciones su libertad.
Hace tiempo escribí que la prometida segunda vuelta de Jesucristo a la tierra era imposible, porque éste no quiere regresar, no tiene porqué rescatarnos por segunda vez, ¿para qué, para volver a echar todo a perder?
El niño del pesebre ya no llora, ya no quiere que le traigan ningún regalo, ya no espera que llegue nadie, porque se ha quedado solo a mirarnos, contempla desde la cuna de paja, al hombre, su hombre que ahora parece más bien un cerdo, un marrano que sangra y no termina de morir.
Los chillidos de ese animal son esos dolores que van saliendo en forma de angustia, incertidumbre, desesperanza; el sentimiento de orfandad cada vez está más presente y es cuando el sentido de pertenencia, el aferrarse a las cosas y a las personas se exacerba: nadie quiere quedarse solo porque quedarse solo es perderse en una realidad invasiva y perversa.
Y pensar que en algún tiempo las cosas pudieron ser de otra manera, ¿no? Tal vez, creer lo anterior sea parte de la ingenuidad y la inocencia que traen consigo estos días, pero qué más queda si ya casi nos han quitado todo.
Quisiera creer que un tiempo pasado fue mejor, pero leo el libro póstumo de Luis González de Alba Tlatelolco aquella tarde sobre lo que vivió en la matanza de Tlatelolco en 1968 y lo pongo frente a lo que relata, derivado de sus investigaciones sobre lo sucedido con los estudiantes de Ayotzinapa, Anabel Hernández en La verdadera noche de Iguala, y veo los mismos elementos corruptores del hombre, y veo las mismas maneras para conseguir “verdades” y veo la podredumbre del ser humano y sus raíces.
Tal parece que pudrirse internamente es el verdadero objetivo de ser, es como si no hubiese otra salida sino volverse enfermedad.
Este año, como todos los anteriores, al realizar un recuento de lo sucedido en el país, nos damos cuenta que la caída del ser humano es inevitable, que el mundo se ha vuelto en contra de sí mismo; y que es mejor utilizar un día en especial para olvidarse de todo, en una suerte de engaño necesario.
Hacernos creer que el año próximo, el 2017, será mejor, que al final de ése, el niño del pesebre querrá sonreír otra vez, entonces contaremos a los demás nuestro planes y nos desearemos lo mejor sinceramente (olvidándonos de todo lo anterior en un intento por no seguir cargando el dolor), y tal vez, pienso, al descubrir ese deseo genuino para los otros, a final de cuentas, sea lo verdaderamente relevante: ese amor puro e intuitivo con lo que nos quedamos para empezar otra vez.
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