Fue a Gabriel Zaid del que leí el valor y la importancia de toda la labor editorial, de promoción de la lectura y la cultura, que tenían las revistas literarias independientes, incluso, las marginales, las artesanales y el trabajo significativo que realizan esos pequeños trabajadores de la palabra.
El trabajo continuo y poco remunerado (incluso por muro amor al arte) que realizan muchísimas personas interesadas en la cultura, en la literatura, en la poesía, son en realidad, me parece, los que sostienen la cultura de este país.
Su labor es callada y de impacto local. Está bien. Tal vez así tenga que ser, tal vez no exista otra forma sino esa, la del trabajo silencioso limitado a los recursos disponibles que muchas veces se dan, por parte de autoridades, más como una limosna, como un favor, que por un compromiso real con la causa.
No lo entienden. No esperemos que los que administran los recursos entiendan el valor que tienen todas las personas que a diario consiguen agregar un elemento más a la estabilidad de este país, y en el mejor de los casos, un cambio –uno que afecta de buena manera a pocas personas; sin embargo, conviene aclarar, que lo poco no necesariamente significa poco: no debemos confundir el éxito con lo masivo, me refiero a que no tenemos que quitar ningún valor al trabajo que realizan editores, promotores culturales, escritores, poetas, artistas y demás, en sus comunidades, en sus regiones. No los veamos por encima del hombro, no desdeñemos su compromiso libre y genuino.
“Después de toda libertad hay una condena” escribió Albert Camus y esta frase aplica para todos aquellos trabajadores de la palabra que saben su trabajo es poco valorado -y remunerado- incluso por parte del propio círculo cultural y sin embargo, siguen, porque intuyen, quizá ingenuamente, que están ayudando a la generación de un cambio, ya no desde la perspectiva de cambiar al mundo, ya no desde la utopía de ver a México como un país de primer mundo, sino que están para tocar y cambiarle la visión del mundo (dándoles herramientas culturales, educativas) a unos cuantos de los que saldrán poquísimos de la precariedad que otorga la ignorancia, que estarán liberados de su destino –el del sicariato, el del narcomenudeo, el del halconeo, el de la delincuencia cotidiana.
El trabajo cultural en este país es inmenso. El compromiso de muchos es real y tangible, basta con conocerlos, basta con ir a sus comunidades para darse cuenta que no todo está perdido, que algunos serán rescatados, que hay quienes lo están haciendo sin esperar nada a cambio.
La literatura está pasándose de mano en mano, la cultura está transmitiéndose a ras de piso, de comunidad en comunidad -pese a todo-, y no en las alturas de la vanidad desde la que muchos, que creen tener alguna importancia, pretenden enaltecer su figura.
Sí, hay mucha gente trabajando por la estabilidad cultural –por ende social- de este país. Si algo sostiene a las sociedades es su patrimonio cultural, pues es esto y no otra cosa, lo que nos reafirma nuestra identidad –no el patriotismo trasnochado, rancio- y la continua.
Los poetas, escritores, editores independientes, regionales y hasta marginales, no son vagos que andan por ahí masturbándose mentalmente, no están escribiendo sus “poemitas” o sus “novelitas” o creando revistas o suplementos por molestar, porque no tienen otra cosa que hacer: están por un compromiso que nace de la vocación.
El arte es rompimiento y creación al mismo tiempo. El arte es compromiso y acto. El arte es movimiento continuado. El arte también es trabajo, como lo dijo Lucian Freud: “mediante el trabajo se llega al conocimiento y la destreza para avanzar despreocupadamente”.
No debemos olvidarlos. No debemos dejarlos más solos de lo que están. Por lo menos, entandamos que su trabajo está sosteniendo una parte importante de este país.
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