La gran y única pregunta que se hace el filósofo, dice Alain Badiou, es la que tiene que ver con la verdadera vida, el acceso a la riqueza de pensamientos, alejándose de los placeres, deseos y ambiciones económicas; un pensamiento atraído de Sócrates.
Con Badiou el filósofo no sólo inventa (Deleuze) sino corrompe. En la época actual tendría la función de romper las ataduras al mundo del mercado desbordado, a la meritocracia servil, a la colección de trofeos (títulos) universitarios que funcionan más para conseguir un mejor posicionamiento en la escala social; es decir, un acomodo, que a un acto para alimentar el conocimiento.
El posicionamiento social en ese sentido sirve como armadura para proteger y contener ese vacío que se expande en nosotros de tal manera que al quitárnosla quedamos absortos al ver la profundidad de ese infinito.
Esa negrura que devora todo a su paso. No es el vacío budista –la experiencia de la iluminación: la liberación- sino aquél que consumiéndonos crece. Ese vacío que es propio de los seres humanos.
A veces, en ciertos casos, entendemos que necesitamos la palabra y la consciencia (la reflexión), que debemos conocernos un poco más. Nos ubicamos frente al espejo y nos preguntamos en dónde estamos, en qué parte nos dejamos a nuestra suerte, por qué se ha vuelto tan difícil ser uno mismo- cómo reconocernos ahora.
La máscara social ya nos ha hecho olvidar nuestros verdaderos rasgos, esa personalidad perdida: la carencia. Aquí cabría la pregunta si en un mundo así resulta significativo el saber en realidad quiénes somos. Si en la actualidad, el ser totalmente reales, el desnudarse, tiene alguna función práctica.
Seguramente la tiene para casos muy excepcionales, para ocasiones en donde el individuo pretende encontrar el verdadero significado de la vida, eso de lo que habla Badiou, y que busca el filósofo.
Recordemos que la filosofía es el arte de hacer preguntas. Es el extravío del pensamiento; y en ese mar de caminos estamos esperándonos.
La filosofía, al igual que la literatura, da accesos a sensaciones únicas, a las que de otra manera no tendríamos posibilidad de entrar en contacto.
Nos hace entender que de pronto mirar significa cerrar los ojos y escuchar el pálpito, sentir que lo que verdaderamente importa está adentro, que afuera sólo hay estímulos; que el mundo es un juego, que la vida tal como se representa es un truco, un engaño que se vale de nuestro jovenismo, nuestra incapacidad por crecer, por dejar de ser unos menores de edad que sólo van cambiando de juguetes.
No encontrarnos advierte la posibilidad de caer rendidos ante la inmensidad de la masa.
La masa que una vez en movimiento es incapaz de detenerse -rodamos junto con ella incluso sin quererlo (a temprana edad), porque de tanto van apareciendo los elementos estabilizadores del sistema y nos preguntamos ¿cómo escapar de la masa sin morirse de hambre, sin dejar morir a las familias, a los hijos (¿cómo evitar la necesidad, en algún punto, de tenerlos?)? ¿Cómo aguantar el desprestigio social, la burla? ¿Cómo ser distinto en una sociedad mundial donde se condena lo diferente?
Entonces el miedo nos retrae o nos imposibilita a intentar vivir de otra manera: nos volvemos lo mismo, irremediablemente, caemos en la masa: la resignación.
Creemos que no hay salida sino continuar con lo establecido, con las mismas formas que nos han consumido por años: la rendición.
Esta derrota se consuma por las siguientes fases del ser humano: primero el arrebato, la violencia y la rebeldía, en la que pensamos que todo es posible, que algo puede cambiarse; después, la aceptación de las leyes al no poder combatirlas, la sumisión, y al final el amor, la creencia. El amor al sistema de cosificación y de mercado consagrado en esta época.
Pero hay esperanza para nuestra humanidad después de todo.
Quizá una forma de iniciar la reconstrucción social, una nueva manera de vivir y pensar, sea pasar bien librados “por la violenta experiencia del poder mortal de lo inmediato” (Badiou).
El propósito de la filosofía, piensa el filósofo Badiou, no es negar estos estímulos y el deslumbramiento que provocan las cosas, lo novedoso, sino superarlo -apelar a la voluntad como medida de salvación.
Madurar a su debido tiempo pero hacerlo. Dejar de ser unos niños adultos, dejar de pensar en delegar responsabilidades y asumir lo que nos corresponde.
Es hora de encontrar el pensamiento verdadero, el que enriquece y salvaguarda la identidad y el amor, la vocación. Construir y romper siempre. No atarse.
Está claro que la verdadera vida no empieza (y muere) en el cuerpo del hombre -¿qué sentido tendría?- sino cuando empezamos a mirarnos por dentro, cuando escudriñamos el vacío para encontrar la luz y seguirla: más allá del umbral estaremos esperándonos, quizá, para iniciar la vida, otra vez, desde el principio, limpios.
Diría Julio Cortázar que nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y que hay que empezar de nuevo.
Empecemos…
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