Se acaba el año y no queremos ver más. Pensamos en detenernos. Que los días pasen pero sin consecuencias. Ya el resto del 2017 no importa. A los muertos de las vacaciones nadie los recoge o, acaso, en una nota que se pierde en el bullicio de las festividades.
Todos queremos olvidar para no manchar los manteles de sangre.
Terminamos el año pensando en que el 2018 será mejor: esa violentada fe que nos consuela.
No hay bases para pensar que el año próximo será mejor. Los días siempre consiguen su inercia. Nuestro engaño es creer en el calendario, pensar en que la noche del 31 de diciembre se hace un corte de caja.
Pero no: ahí también hay muertos.
El gobierno actual creyó malévolamente que ocultando gran parte de la sangre de los medios tradicionales nadie se moriría, por lo menos, no tan rápido, no tan violentamente, pero se equivocó: de enero a septiembre de este año se contabilizaron 21,200 homicidios dolosos; en 2016, en todo el año, 16,789.
La sangre brota de las fisuras de los pilares que sostienen a este país, pero nadie quiere verla ya porque duele; nos duele pensar que la nuestra escurrirá algún día por esos surcos marcados por la demagogia, la mentira, la corrupción.
El escritor rumano Micrea Cărtărescu dice al respecto: “cuando se trata de sangre, impera el silencio”. Esa fascinación por ocultar. Esa estrategia indolente y podrida. Esa forma de gobernar que ha aumentado los homicidios.
Vivir en la desinformación es creer que nada ocurre, que nada en realidad está pasando, que todo es una exageración, que la crítica es infundada y sin embargo… la sangre y también su sombra escurriendo de los desaparecidos.
Hoy también la sangre se quiere amnistiar, se quiere pactar, otra vez, pero ahora con la mano alzada en un gesto divino, en un gesto de Jesucristo resucitado. Todos los delincuentes y homicidas se rendirán ante el dedo del apóstol, aunque debajo de la túnica de éste, la sangre comenzará a abrirse espacio y a mancharlo todo.
Nadie quiere ver la sangre una vez están en el poder, una vez huelen el voto, una vez tienen cerca el camino listo para ser vitoreados por aquellos que ruegan escapar de la violencia.
El populismo, esa gran costra que siempre se cae cada cierto tiempo, únicamente para volver a escurrir sus humores.
Pero esos humores siempre se perciben después del voto…
“El populismo no es otra cosa que una respuesta confusa (pero legítima) a la sensación de abandono de las clases populares de los países desarrollados ante la globalización y el auge de las desigualdades”, dice el economista francés Thomas Piketty.
El populismo es la salida fácil –lo superficial- a los problemas más graves que nos aquejan. A primera vista nos deslumbran porque se valen de todos los conceptos e ideas que queremos escuchar.
Esperamos el milagro. Queremos dar vuelta a la página y empezar de cero, sin muertos, sin desaparecidos, sin violencia. Pero el trabajo es titánico y al verlo o percibir el sacrificio que conlleva el cambio necesario para conseguir tal salvación, preferimos delegarlo, dejarlo en las manos de los que sabemos muy bien, no lo lograrán.
Porque es imposible que un hombre lo consiga, porque es imposible que un demagogo (cualquiera que este sea) vea más allá de sus intereses.
-Sólo los restos son nuestros-.
La administración de la violencia está en su agenda, no erradicarla.
El peligro no es el hombre populista, es la vía, la estructura creada, para volverse un populista.
El cambio que esperamos conseguir en 2018 está en nosotros, no en ellos (póngale el nombre que quiera, el candidato que guste).
Termino pensando en los versos de Octavio Paz, que bien mirados, son una respuesta:
“El bien, quisimos el bien/enderezar al mundo/No nos faltó entereza/nos faltó humildad”.
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