Entonces el miedo aparece ante lo desconocido que se muestra de pronto superior a nosotros. Un algo que es distinto pero que se intuye peligroso, se advierte una suerte de incertidumbre que de tanto en tanto crece, no por sí mismo, sino por los elementos internos que le agregamos.
Tales elementos pueden ser producto de la experiencia, de esas vivencias que nos marcan y que de pronto cuesta quitárnoslas de encima porque ya no son cualquier cosa sino traumas que se identifican perfectamente como tales al hacer un ejercicio de introspección.
El miedo es inherente al ser humano. El contacto con éste ocurre nada más nacemos y abrimos los ojos.
Todo puede pasarnos en el momento menos pensado de nuestra existencia. El destino no resulta tan claro, puede ser solo una intuición latente sin ningún tipo de significado. ¿Qué es todo aquello que puede pasarnos?
Nos causa miedo el azar, la casualidad, lo incierto, el accidente que les pasa a otros, y nos quedamos mirándolos, viendo cómo se van muriendo en un sinfín de circunstancias y entonces pensamos que también nos puede ocurrir tal o cual cosa.
Es el hombre y sus circunstancias. Todas terminan rodeándonos y su sola presencia nos detiene y preferimos no ver, no mirarlas para evitar que se den cuenta de nuestra presencia.
El mundo se ha reducido al individuo en la actualidad. Estamos inmersos en actividades que implican nuestra supervivencia. Constantemente resolvemos problemas colectivos, de país, con nuestros escasos recursos, desde la individualidad, en una forma de proteger a las personas cercanas que llamamos familia.
Son una serie de impulsos externos que nos hacen temer y encerrarnos, junto a nuestros seres queridos, en una burbuja intangible que bien puede ser el tener un contacto escueto con las demás personas o ,en un caso más explícito, rodear con alambre electrificado, los altos muros que nos protegerán del exterior.
El miedo —alimentado muchas veces por la “política del miedo”, ejercida por los gobiernos— que funciona de muy buena manera para mantener a raya cualquier tipo de protesta social, ha alcanzado grandes límites.
Nos hemos encerrado tras las rejas en los comercios, nuestras casas son más bien bunkers; la piel se nos ha hecho muy ligera y cualquier cosa externa (como las palabras) que se aproxime a nosotros, podemos considerarlo violento y reaccionar en consecuencia.
La famosa dictadura de lo políticamente correcto no es otra cosa que un medio de protección que imponemos para paliar, de alguna manera, nuestros miedos que nos han inoculado otros (y el propio contexto en el que vivimos).
El miedo separa a las personas, las divide en grupos y subgrupos, de tal manera que de tanto ya no podemos reconocernos ni como sociedad: ya resultamos ser muy diferentes.
Buscamos igualdad desde la distancia (signo de protección) entre personas e ideas, arguyendo la desgastada frase “yo respeto”.
Respetar es negar lo diferente, es distanciarse por miedo a no entender a los que son distintos a nosotros (¿tal vez verse identificados? ¿Qué no quieren ver en sí mismos todos aquellos que se la pasan respetando a los que no piensan igual a ellos?). ¿Respetar desde dónde? ¿Respeto a partir de lo que se cree correcto; es decir, desde una posición de superioridad?
Vayámonos respetando menos en ese sentido para poder quitarnos ciertas capas de piel muerta, de ese polvo cargado de miedo que nos hace andar con paso dubitativo e inseguro.
Respetar verdaderamente es incluir (y esto significa también el no importar lo que hagan los demás; es decir, que cada quién puede amar a quien se le dé la gana o vestirse de la forma que quiera, etcétera), quitarse complejos e ideas trasnochadas que se presienten rancias en nuestra moral.
Así, provocaremos la cercanía, esa que necesitamos para iniciar diálogos, debates con respecto a todos los tópicos que nos interesan.
Quitarse miedo es progresar como sociedad. Tampoco se trata de que todos seamos hermanos a la manera cristiana: desde las diferencias marcadas se pueden llegar a resolver preguntas fundamentales que nos competen a todos.
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