La fugacidad de la nota periodística que da cuenta de la captura de Javier Duarte sólo se continúa a partir del gesto que le sirve a la imagen humorística y que en sí misma es aceptación, de lo que hay detrás, de lo que esconde el personaje.
Así como ese hecho y el resto de la infinidad de información, ésta siempre termina por superarnos, no importando su magnitud.
Esta vorágine de información nos abruma y al mismo tiempo abrumamos, al repetirla.
Repartimos información a tal velocidad que parecemos locos –intentado leerlo todo, informándonos, compartiéndola, llenándonos de imágenes y palabras pero sin detenernos a pensar en qué fue todo ese bombardeo al que hemos sido sujetos en el día.
Quedamos girando sobre nosotros, con la única intención de cerrar los ojos.
A veces hay que escribir muchas palabras para evitar ir al grano, porque existe lo políticamente correcto, porque las sensibilidades, porque no es buen momento, porque no es conveniente, porque atenta contra nuestros intereses profesionales, etcétera: la información siempre sigue una línea que se alimenta de todo lo anterior y, por supuesto, más cosas.
Toda información que recibimos viene antecedida por una serie de elementos que la deforman –no necesariamente buscando un fin corruptor; es decir, tal transformación del contenido inicia en la propia redacción, por ejemplo-, y a su vez, la guían a otro destino, que muchas veces difiere de la intención primaria del contenido en cuestión.
Es cierto, cualquier cosa nos modifica en todos los instantes de nuestra vida.
La pureza de la palabra no existe sino en la poesía misma que contiene, y ésta siempre está allá, lejos, más allá del hombre; sin embargo, debemos preguntarnos si esta gran cantidad de contenidos con los que se nos bombardea a diario y que alimentan el negocio por el negocio –de la información- está resultando contraproducente para afrontar los problemas que nos aquejan.
Es decir, la sobreinformación a la que estamos sujetos no solo nos está abrumando de tal modo que preferimos no escuchar nada más, sino que de alguna manera está modificando nuestros juicios y opiniones con relación a temas importantes: están siendo más superficiales (con respuestas emocionales y simples) y menos comprometidas (respondo y me voy a hacer otras cosas).
Preferimos dejarles los cuestionamientos a otros, a los “expertos” que inundan los medios de comunicación.
Preferimos la simpleza de la confrontación –esto puede verse en los comentarios enconados dejados en las notas periodísticas publicadas en redes sociales- a la conversación, porque para dialogar hay que llegar con algo y con tiempo y nosotros ya no tenemos tiempo ni elementos con los cuales discutir, porque esa tarea y responsabilidad de aprendizaje se la hemos dejado a otros: opinólogos, expertos, analistas, intelectuales y demás.
Todo, al estar mecanizado, aunado a la rapidez de la información y al contexto social, nos reduce a ser partícipes únicamente de lo que nos incumbe: nuestro oficio u profesión, a lo que sabemos o creemos conocer más o menos bien -el entorno nos excluye de sí mismo.
De pronto, ya no creemos en nuestras opiniones porque las intuimos débiles y puede que sea así, pero por qué: porque nos faltó tiempo. Para cuando queremos recuperar la nota y alimentarnos de ésta, de pronto caemos en cuenta de que ya no está donde la dejamos, ha quedado demasiado atrás para pensarla y registrarla.
Es por esta razón que no nos queda sino reaccionar rápidamente al titular de la información (como lo dije antes), al primer párrafo de la nota y a lo que sigue y después a lo que sigue, y siempre es lo que viene, y eso que se aproxima creemos que es lo más importante; y esto llega y ya no interesa porque viene algo más.
Y como citó Oliver Sacks en su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero: “todos somos exiliados de nuestro pasado”. Yo me pregunto ¿quiénes están interesados en que olvidemos, en que dejemos atrás el pasado inmediato, en no tener tiempo para pensar la información?
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