Robert Louis Stevenson (novelista, poeta y ensayista escocés) escribió en su momento que “saber lo que a uno le gusta es el comienzo de la sabiduría y la madurez”. Ese saber es lo que nos impulsa a aprender, a obtener lo que se quiere, inclusive, la nada: ser nadie.
Porque no significar es también un querer, un deseo –incluso— una virtud para aquel que logra conseguirlo. Bukowski se preguntaba dónde estaba el lugar donde no se hacía nada, porque él no quería (ser) hacer nada.
Pero el tema de este texto no es la no significancia o la búsqueda de la nada (visión del mundo distinta, un rompimiento como cualquier corriente artística o literaria nueva que se opone a la rigidez de lo establecido. En los años sesenta se sostuvo por algún tiempo el movimiento del Nadaísmo), sino el impulso creador y de ruptura que se origina en el saber, conocer, que se desata una vez logramos encontrar lo que nos gusta.
Perfilarnos de cara a alguna cosa como puede ser un objetivo o meta, o yéndonos a un plano mucho más amplio, a una forma de vida y vivirla de acuerdo a la serie de preceptos que consideramos adecuados para nosotros, es benéfico no solo en un plano individual sino social.
Y esto se consigue una vez entendemos qué queremos y por qué lo queremos. Qué es aquello que nos gusta. Qué es lo que llena nuestros vacíos.
El beneficio es perceptible. Una vez encontramos lo que nos gusta experimentamos una sensación de satisfacción que va más allá de la idea de plenitud materialista actual en el terreno financiero, familiar, político, social; es decir, ideas fantasiosas que van enfocadas a saciar los deseos superficiales de los individuos.
Porque la verdadera expansión de la abundancia no es tener (el sentido de pertenencia del objeto, de lo concreto: el que tiene está seguro de que algo lleva su nombre y las cosas lo aprehenden) sino saber (conocimiento, sabiduría e intuición: el que sabe no está seguro de nada).
Es decir que al saber qué nos gusta nos liberará de las cargas emocionales fundadas por los objetos, por los productos (cualesquiera) que sirven de estímulos para mantenernos en el redil de lo efímero, de lo aparente.
Aparentar es lo correcto en la actualidad: creer saber, creer conocer, creer significar, creer en la importancia de sí mismo, y peor, creer su máscara.
Máscara que es distancia entre lo que desea y pretende ser de cara a los demás —su realidad está tan lejos de sí mismo que de tanto ya le resulta extraña.
No saber lo que nos gusta, no saber qué estilo de vida queremos vivir –por aquello del qué dirán, por ser políticamente incorrectos, por el miedo a no pertenecer o encajar— no solo es mentiroso sino peligroso a nivel individual y social, porque es seguir alimentando al gran monstruo que hemos inventado (por ejemplo, nuestro país).
Y ya conocemos al gran monstruo, su apetito, su gusto por comernos vivos y en partes.
Saber lo que nos gusta, saber nuestra vocación también se puede reflejar en el bien hacer práctico dentro de las sociedades; va mucho más allá de la felicidad que nos provocará: nos hará parte de la modernidad, de la fisura, de la ruptura que en sí misma es un nuevo camino, una nueva realidad: el derrocamiento del gran Cínico.
No es un comenzar sino una redirección en materia personal, social, académica, laboral, política, etcétera.
Stevenson decía: “la juventud es enteramente experimental”. A razón de esto último, tal vez, habría que pensar en ser, intelectual y emocionalmente, jóvenes. Vivir para seguir experimentando, así —y sin miedos— muy probablemente lograremos conocer qué es lo que nos gusta (nuestra vocación), y entonces seremos otros.
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