Joe Brainard, artista plástico y escritor estadounidense, con su libro Me acuerdo (obra que “se consideró excepcional desde su irrupción en 1970 en el panorama literario de Estados Unidos” y que está escrito a manera de imágenes que son flashes que son recuerdos que son frases breves, de forma que el lector se ve inmerso en la recolección fragmentaria de la historia del autor que nos quiere contar) consiguió que yo también recordara, en este caso, títulos de libros.
Los títulos de los libros son más que eso. Son, en algunos casos, frases poéticas: historias que en sí mismas son una obra porque nos dicen tanto…
La tapa de un libro muchas veces se vuelve esencial para su venta, refiriéndonos a los que se encaminan a ser Bestsellers, obras de impacto que tienen la finalidad de generar buenos ingresos para el sostén (y es necesario) de las editoriales (en el caso de aquellas que también publican poesía, se dice, y creo que con razón, que las ventas de sus novelas son las que sostienen la publicación de los libros de poesía).
Sin embargo, si nos enfocamos en lo estrictamente literario, en el arte, la llamativa imagen de portada pasa a segundo plano, lo que verdaderamente interesa, incluso más allá de la sinopsis, es el título de la obra.
Muchas veces he comprado libros con tan solo leer el título. Eso me ha bastado para querer leerlo.
Ni siquiera reparo, o le tomo demasiada importancia, al nombre del autor que —y esto es una acción de venta, de mercado— ya se viene haciendo costumbre, lo colocan en letras grandes, como el centro de atención y no la obra.
¿Cuándo volveremos a darle la importancia debida a la obra? ¿Cuándo volveremos a concentrarnos en la obra misma y no en su autor? La obra debería hablar por el autor y no al revés.
Me acuerdo de cómo Pedro Páramo arrastró e hizo figura a Juan Rulfo –y no Juan Rulfo a Pedro Páramo.
La obra habla a través de su título, su presentación. Y es así como Diles que son cadáveres de Jordi Soler, me fue suficiente para recordarlo, para querer tenerlo, sin importarme la historia: el mensaje contenido en su título consiguió su expresión poética. Hay tanto de distancia, de ninguneo, de indiferencia, de desapego en esa frase…
O Nicaragua tan violentamente dulce del gran Julio Cortázar, título que ya se aproxima junto con el autor (a base de recopilaciones que fue haciendo en cada viaje que realizó) a esa Nicaragua revolucionaria y convulsa (finales de los setenta), a ese sentido de compromiso que el autor adquirió con tal país en la etapa final de su vida.
También, me acuerdo de Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto del poeta mexicano Jorge Humberto Chávez, título-verso en el que ya se palpa la aridez, ese silencio desértico: todo aquello ahogado por la violencia.
Todo es poético cuando hablamos de arte.
Toda poesía habla y nos conecta.
Y cuando el recuerdo se va borrando, alcanzo Una juventud del francés Patrick Modiano, y junto a esa historia pasada en la que el autor recoge la juventud de sus personajes, de pronto, me llega la frase contenida en Joe Brainard: “Me acuerdo de que la vida era tan seria entonces como lo es ahora”.
Hablar de títulos es acordarse de grandes obras y, de paso, a sus autores.
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