Esa otra guerra

Difícilmente se va a una guerra a pelar por una idea propia, por convicciones concienzudas que parten del interior de uno mismo...

22 de septiembre, 2017

Difícilmente se va a una guerra a pelar por una idea propia, por convicciones concienzudas que parten del interior de uno mismo; es decir, podemos entrar a la guerra porque no queda más opción que hacerlo, ya sea porque se ha perdido todo (sustento, casa, familia…) o porque queremos pertenecer a un cierto grupo buscando identidad o un sentido a la existencia o porque nuestro contexto nos ha hecho el llamado de continuarlo, de seguir con cierta tradición subconsciente y torcida.

Se va a la guerra por seguir los ideales de otros. Nos vestimos con voluntades ajenas que poco o nada tienen que ver con uno mismo, en un sentido estricto de querer ser, de desear conseguir la libertad (esa falsedad que le ha servido a tantos no sólo como botín sino como estandarte de lucha): se combate por el beneficio de los menos.

En la guerra no se gana nada. Los que pelean lo hacen atrapados por las circunstancias y el miedo. Se inventan un objetivo y una razón para seguir luchando, para seguir muriendo a un lado de desconocidos que al igual que ellos saben poco del porqué se están matando.

En la guerra se gana solo el aire que recorre los cuerpos calcinados, machacados, acribillados de esos ningunos que solo les importan a sus cercanos, a los que sabían qué había detrás de su nombre, de sus gestos, de sus acciones: esos hombres embalsamados de olvido, con esa sustancia que nos quita todo.

Pero la guerra no es únicamente librada en los desiertos de tierras lejanísimas o en las grandes selvas de ambientes recogidos por películas, no, la guerra también se libra de traje y corbata o de camisa a cuadros y pantalón casual, la guerra también es hoy en las calles de las grandes ciudades.

Ahí la sangre se derrama de otras maneras, un poco menos dramáticas pero más cínicas y perversas. En la ciudad se pelea y lucha, de igual manera, bajo ideales de otros, de conceptos de “bien vivir” y “bien hacer” que han dictado otros.

Así como en la milicia tienen una doctrina que se lleva al acto, así, nosotros: seguimos los preceptos que, al igual que en la guerra de balas, le interesan que se instituyan a unos cuantos, para conseguir propósitos individuales, intereses económicos de los que se benefician a costa de esos ensangrentados que igualmente ven caer muertos a sus comunes, a un lado de ellos, a diario, sin poder hacer nada, sin poder detenerse a mirarlos, a santiguarse siquiera.

En la guerra civilizada, la urbana, hay muchos muertos, caídos que nadie recoge, que terminan comiéndose los gusanos podridos de la indiferencia (aquí, el hacer y no hacer significan lo mismo, porque muy pocos viven para sí, por lo que son, por sus habilidades, por su forma de entender el mundo: la mayoría vive la vida de otros –iniciaron pocos con poder de convencimiento y adquisitivo para engañar, y que al adoctrinar, consiguieron a tantos que de pronto se volvieron el mundo y entonces la palabra se esparció logrando que cualquiera creyera saber qué es y no lo imposible-, de lo que les dijeron que era vivir de la forma correcta, como si alguno de nosotros tuviese alguna idea clara de qué significa lo correcto, como si alguno de nosotros tuviese cierta claridad de la muerte, de lo que hay detrás como para afirmar, categóricamente, que su forma de actuar y vivir, son las formas).

En esta guerra, como en todas, seguimos luchando por el establecimiento y continuidad de un sistema que sólo beneficia a algunos, a los que les conviene que veamos sólo un camino.

Sí, en la guerra no se gana nada, en la guerra sólo hay que seguir lo que dicen los demás (que por otro lado son los únicos que saben por qué luchamos, ¿no?); hay que repetir, no hay que detenerse a pensar porque hacerlo es traición -intuir la falsedad condena.

En la guerra sólo se debe culminar con la misión encomendada, para después ser obligados a salir del tablero porque dejamos de servirles, de ser funcionales: nos jubilan y entonces debemos estar agradecidos: nos exilian de nuestra propia vida y nos dejamos.

“En la guerra la batalla termina cuando uno muere”, sólo así se puede escapar de ella, así, como en las grandes civilizaciones modernas, en esas masas respetables que lo saben todo y que señalan y juzgan: benditos pacíficos.

Sí, a todo esto hay una única certeza: morirse es olvidarse de lo hecho, olvidar a todos, callarlo todo, no llevarse nada, no interesarse en quedarse algo: morirse es no encontrar ninguna respuesta al por qué de tantos muertos y tanta nada.

Entonces pregunto: ¿por qué no intentar vivir, realizarse personal y laboralmente, como a uno le parezca mejor si de todos modos todos vamos a olvidar? ¿Pelear por ideales e intereses ajenos o por los nuestros?

Tal vez, el mayor acto de libertad sea dejar que la realización personal del otro, consiga ser -como todos en algún punto lo somos- única.

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