Detenerse también es una forma de seguir adelante. Para poner los elementos en perspectiva y despejar dudas.
El movimiento es la ilusión de la quietud, esto es que el estado único de todas las cosas es la inmovilidad, pero siendo así no podríamos hacer prácticamente nada, y es lógico: el estado natural de todo lo que existe no tiene ninguna funcionalidad; es decir, es energía —¿materia?— expandida: simple potencialidad(es) de ser. La quietud tuvo que inventarse asimismo una forma de funcionalidad: la movilidad.
Pero la movilidad, para que ésta logre su cometido debe tener la funcionalidad de, me refiero a que todo lo que está supeditado al movimiento, por fuerza tiene su justificación: la función que ocupa dentro de este gran sueño que gustamos llamar vida.
Porque aquello que no tiene funcionalidad, deja de existir, al menos pierde sus rasgos en el gran teatro del mundo, del universo. De ahí que no tengamos opción más que de movernos.
Ahora bien, a partir de tal detención, en medio de todas las cosas que constantemente están sucediéndonos, caemos en cuenta de lo que ocurre a nuestro alrededor y del porqué giran de la forma que giran cada uno de los engranes que hacen moverse a las sociedades.
Es así que podemos contemplar al suicida, por ejemplo, que de pronto se sintió fuera del mundo, rechazado, apestado, apartado de los demás; ése que en algún momento sintió que nada tenía un verdadero sentido, porque de cierta manera ya ha perdió el suyo. Tal pérdida de sentido no es otra cosa que el de la funcionalidad.
Pero llegó a ese estado de comprensión de una forma involuntaria, por la sucesión de hechos singulares en su vida que desembocaron en perder su idea de movimiento. Se detuvo porque ya no logró situarse en ninguna parte del mundo. Detención con la que no sólo logró consumar su muerte, sino que nos desveló, acaso, la única verdad universal: la dualidad de la quietud.
Este ejemplo de quietud es un tanto violento y acaso llevado al límite, pero es significativo en esta época donde las tazas de suicidio han aumentado por diversas, cantidad de factores que terminan por detener en seco al ser humano.
Acostumbrados al movimiento y a vivir siempre de prisa, perdemos la visión natural que nos ayuda a entender las cosas: la contemplación.
Los tiempos son vertiginosos. Somos arrastrados por la velocidad que las propias sociedades han provocado. Y esencialmente no estamos diseñados para soportar tal fricción.
Tal desvanecimiento es la famosa detención que nos hace darnos cuenta de la realidad y la de todos que muchas veces se hace insoportable; otras, nos nublan, perdemos el sentido de las cosas; entendemos que en realidad nada importa ni interesa. Viene el enojo: ya hemos descubierto la gran mentira. Irremediablemente, ante la farsa, queremos huir, salirnos de ella.
Después viene el hartazgo y el querer rebelarnos ante el mundo. Y qué bueno. El error es el enfoque. En la mayoría de los casos donde la detención es repentina y no consciente, en esta necesidad de buscar culpables, terminamos por desquitarnos con nosotros mismos –una de esas formas de desfogue bien puede ser el suicidio (para seguir con el ejemplo anterior) o el canalizar tal violencia en otra persona, en la familia; alcoholizarse, las drogas, etcétera: hay todo un abanico de posibilidades para escapar de tal choque con la realidad.
Para evitar que tal detención nos tome por sorpresa y ocurran las situaciones anteriores, valdrá la pena reflexionar y detenerse voluntariamente.
Habrá que repensar el mundo desde la detención voluntaria, para no sentirnos huérfanos en un momento dado. Será beneficioso el conocer realmente nuestra función en el mundo, y no olvidar que todo tipo de funcionalidad se resume a dar, obsequiar algo al otro, derramarse.
Detengámonos un instante para contemplar, entender y ver, nuestro país, para que de esta forma no nos atropellen al estar en el camino, sino que estemos a un costado y así poder señalar con claridad a los que van zigzagueando.
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